Vivía en Córdoba, allá por el siglo XV, un noble caballero, muy considerado por sus brillantes hazañas de guerra y por su noble porte, a quien el amor había unido en matrimonio con una dama de su alcurnia. Vivían con relativa opulencia en un pequeño palacete, servidos por criados y doncellas, y en aparente felicidad.
Pasaron los años sin que ningún acontecimiento notable viniese a perturbar la paz de aquella casa, hasta que un día un caballero desconocido, que se había prendado de la belleza de la dama, tuvo la osadía de declararle su amor. La infiel esposa se fingió en un principio muy recatada, por miedo a que su aventura trascendiera hasta su esposo; pero, poco a poco, cada vez más enamorada de su amante, se dejó vencer por la pasión y se entregó a su amor, llegando incluso a darle entrada en su propia casa.
En el mayor secreto y con toda la discreción posible, transcurrieron aquellas relaciones algún tiempo, hasta que un día ocurrió lo que no podía por menos de suceder, aunque los amantes no lo hubieran previsto. Estaban los dos, en ausencia del esposo, dentro del palacete, cuando de improviso se presentó el marido y les sorprendió en flagrante adulterio. Grande fue el asombro y el terror de los enamorados cuando el noble caballero se presentó ante ellos, y mucho mayor fue el perplejo dolor de éste al ver deshonrado su hogar y su nombre por aquel intruso, a cuyo amor correspondía su propia mujer, sin que él hubiera sido capaz de sospecharlo. Ciego de ira y de dolor, desenvainó su espada y de un certero golpe atravesó el pecho del infante, que, mortalmente herido, se desplomó en el suelo. Acto seguido, y sin que su mujer tuviera tiempo para huir, hundió la espada ensangrentada en el cuerpo de la infiel, que, exhalando un grito de agonía, cayó muerta sobre el cuerpo de su amante.
No consideró el caballero que con aquellas dos muertes quedaba ya salvado su honor, sino que cada vez más encolerizado y dolorido, al comprender que aquellas paredes de su casa habían visto y callado su propio deshonor, decidió hacer desaparecer todo cuanto se había encerrado en ellas. Corrió, en primer término, en busca de los criados y las doncellas, y uno a uno les fue dando muerte. Las carreras y los gritos llenaron durante algunos momentos los hasta entonces silenciosos ámbitos del palacete. Unos instantes después la casa quedaba de nuevo sumida en sepulcral silencio. El caballero se sentó jadeante en una silla y dejó caer sin fuerzas su espada. A su alrededor, un montón de ensangrentados cadáveres de doncellas y criados yacían con las miradas desorbitadas, contemplando con gesto de horror un punto fijo de la habitación.
Inútil fue que el caballero, ya vuelto en sí de su arrebato, huyera de allí. Al otro día toda la ciudad de Córdoba conocía la horrible noticia y hasta el mismo rey viose obligado a intervenir en el trágico suceso. Llamó a su presencia al caballero y supo por él la mala acción de su mujer. Aprobó el justo castigo que había impuesto a los dos amantes; pero no pudo justificar el asesinato de toda la inocente servidumbre, víctima también de su furor, y se vio obligado a hacer caer sobre él un duro castigo, que sirviera de escarmiento.
Rápidamente ordenó construir en la propia muralla de la ciudad una lóbrega torre, en la que mandó encerrar al caballero para el resto de sus días. La edificación fue conocida desde entonces por el pueblo con el nombre de torre de la Malmuerta, en recuerdo a la violenta forma con que arrebató la vida a su mujer.
Todavía hoy se conserva el histórico torreón y los vecinos de Córdoba recuerdan aún el trágico suceso a su paso por esta parte de la muralla.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
Pasaron los años sin que ningún acontecimiento notable viniese a perturbar la paz de aquella casa, hasta que un día un caballero desconocido, que se había prendado de la belleza de la dama, tuvo la osadía de declararle su amor. La infiel esposa se fingió en un principio muy recatada, por miedo a que su aventura trascendiera hasta su esposo; pero, poco a poco, cada vez más enamorada de su amante, se dejó vencer por la pasión y se entregó a su amor, llegando incluso a darle entrada en su propia casa.
En el mayor secreto y con toda la discreción posible, transcurrieron aquellas relaciones algún tiempo, hasta que un día ocurrió lo que no podía por menos de suceder, aunque los amantes no lo hubieran previsto. Estaban los dos, en ausencia del esposo, dentro del palacete, cuando de improviso se presentó el marido y les sorprendió en flagrante adulterio. Grande fue el asombro y el terror de los enamorados cuando el noble caballero se presentó ante ellos, y mucho mayor fue el perplejo dolor de éste al ver deshonrado su hogar y su nombre por aquel intruso, a cuyo amor correspondía su propia mujer, sin que él hubiera sido capaz de sospecharlo. Ciego de ira y de dolor, desenvainó su espada y de un certero golpe atravesó el pecho del infante, que, mortalmente herido, se desplomó en el suelo. Acto seguido, y sin que su mujer tuviera tiempo para huir, hundió la espada ensangrentada en el cuerpo de la infiel, que, exhalando un grito de agonía, cayó muerta sobre el cuerpo de su amante.
No consideró el caballero que con aquellas dos muertes quedaba ya salvado su honor, sino que cada vez más encolerizado y dolorido, al comprender que aquellas paredes de su casa habían visto y callado su propio deshonor, decidió hacer desaparecer todo cuanto se había encerrado en ellas. Corrió, en primer término, en busca de los criados y las doncellas, y uno a uno les fue dando muerte. Las carreras y los gritos llenaron durante algunos momentos los hasta entonces silenciosos ámbitos del palacete. Unos instantes después la casa quedaba de nuevo sumida en sepulcral silencio. El caballero se sentó jadeante en una silla y dejó caer sin fuerzas su espada. A su alrededor, un montón de ensangrentados cadáveres de doncellas y criados yacían con las miradas desorbitadas, contemplando con gesto de horror un punto fijo de la habitación.
Inútil fue que el caballero, ya vuelto en sí de su arrebato, huyera de allí. Al otro día toda la ciudad de Córdoba conocía la horrible noticia y hasta el mismo rey viose obligado a intervenir en el trágico suceso. Llamó a su presencia al caballero y supo por él la mala acción de su mujer. Aprobó el justo castigo que había impuesto a los dos amantes; pero no pudo justificar el asesinato de toda la inocente servidumbre, víctima también de su furor, y se vio obligado a hacer caer sobre él un duro castigo, que sirviera de escarmiento.
Rápidamente ordenó construir en la propia muralla de la ciudad una lóbrega torre, en la que mandó encerrar al caballero para el resto de sus días. La edificación fue conocida desde entonces por el pueblo con el nombre de torre de la Malmuerta, en recuerdo a la violenta forma con que arrebató la vida a su mujer.
Todavía hoy se conserva el histórico torreón y los vecinos de Córdoba recuerdan aún el trágico suceso a su paso por esta parte de la muralla.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)