En lo alto de una frondosa montaña que domina la villa de Pravia hay un manantial al que se atribuyen virtudes maravillosas. Se dice que toda doncella que lava el rostro en sus aguas queda limpia de malos pensamientos.
He aquí una de las leyendas relacionadas con esta fuente: Vivía en el castillo de Tudela, durante el reinado de Alfonso VI, un señor magnánimo y generoso, muy amado por todos sus vasallos; se llamaba don Pelayo Téllez. Tenía éste una hija hermosísima, de nombre Susana, a quien adoraba. Susana había obtenido de su padre el consentimiento para elegir esposo libremente; pero pasaba el tiempo y no se decidía por ninguno.
Poco tiempo después, Pelayo organizaba una cacería en honor de su huésped. Susana acompañó a su padre y a Aben Zobey, quienes, al distribuir los puestos, se habían reservado uno de los dos más peligrosos. Sólo se les presentó una corza, que el árabe atravesó con su lanza con admirable destreza, ofreciéndosela después galantemente a la doncella cristiana.
Impaciente don Pelayo porque no entraba ninguna otra pieza, salió a recorrer los demás puestos, dejando a Susana en compañía d e Aben Zobey. Fue la ocasión que él aprovechó para confesarle el amor que sentía desde el primer día que la vio. Le ofreció sus riquezas, sus esclavos para servirla, y sus guerreros para defenderla. Susana, azorada y conmovida, le contestó que su padre no consentiría en tal unión.
Cuando Aben Zobey le proponía ardientemente la huida, oyeron unos gritos agudos. Se precipitaron al lugar de donde partían y se encontraron a don Pelayo moribundo, al lado de un oso gigantesco, herido también de muerte. Susana se desmayó, manchándose el traje con la sangre de su padre, y Aben Zobey, después de rematar al animal, se la llevó a un arroyuelo cercano para reanimarla, en el momento en que llegaban, corriendo, varios monteros. Pero ya era demasiado tarde: al mismo tiempo que Susana volvía de su desmayo, el castellano de Tudela exhalaba el último suspiro.
Todos amaban a don Pelayo, y su entierro se hizo en medio del mayor duelo. Aben Zobey era uno de los más apesadumbrados.
Transcurrió algún tiempo, y el árabe continuaba en el castillo. Pasaron días y semanas. Los tudelanos comenzaban a murmurar de su permanencia. Odiaban a Aben Zobey, porque a causa suya se había organizado la fatal cacería, y desconfiaban con temor supersticioso de su caballo, negro como Satanás.
Cuando corrió la noticia de que Aben Zobey se iba a hacer cristiano y a casarse con Susana, estalló la indignación popular. La idea de tener por señor a un moro, aunque estuviese bautizado, repugnaba a los habitantes del señorío. El amor de Susana crecía, y pronto comprendió que sólo se podría casar con el árabe si abandonaba su país.
Estaba decidida a aceptar la fuga que Aben Zobey le proponía; pero antes de tomar una resolución, le pidió unas horas de plazo. Era el tiempo que necesitaba para ir a la fuente de Guanga. Recordó que toda doncella que lavase su rostro en aquel puro manantial lavaría también sus malos pensamientos.
Al rayar el alba, se dirigió, acompañada de una fiel servidora, a la maravillosa fuente. Después de haberse arrodillado, murmurando una plegaria, sumergió el rostro en ella repetidas veces, y pronto sintió que la frescura de aquel agua penetraba en su corazón, dejándolo más libre y más ligero.
Cuando Susana volvió al castillo, Aben Zobey le preguntó de nuevo si estaba dispuesta a marchar con él. Y Susana se quedó sorprendida de la facilidad con que pudo responder:
- Por mucho que os ame, no puedo ser vuestra esposa. Me lo impiden la voluntad de mi pueblo y la memoria de mis padres.
Aben Zobey abandonó el castillo abatido y desesperado. Poco tiempo después supo Susana que había muerto heroicamente en un combate.
Al cabo de dos años, Susana consintió en casarse con un caballero del país. Pero nunca logró borrar por completo de su corazón la imagen del árabe. A menudo subía a la fuente de Guanga a repetir la deliciosa inmersión en sus aguas, para aligerar su corazón.
He aquí una de las leyendas relacionadas con esta fuente: Vivía en el castillo de Tudela, durante el reinado de Alfonso VI, un señor magnánimo y generoso, muy amado por todos sus vasallos; se llamaba don Pelayo Téllez. Tenía éste una hija hermosísima, de nombre Susana, a quien adoraba. Susana había obtenido de su padre el consentimiento para elegir esposo libremente; pero pasaba el tiempo y no se decidía por ninguno.
Una apacible tarde otoñal se hallaba, con su padre, asomada al balcón principal del torreón de Oriente, contemplando el bello panorama q u e s e extendía bajo sus ojos. Don Pelayo trataba de sondear el corazón de su hija, enumerándole a todos sus pretendientes y elogiando las buenas cualidades de cada uno. Estaba preocupado porque tenía que morir sin ver asegurada su descendencia. Susana se mostraba exigente: a todos los caballeros que le nombraba su padre, encontraba algún defecto. El ser soñado por ella no se había presentado todavía.
Cuando estaban hablando de esta forma, apareció un jinete árabe montando un caballo negro, perseguido por una turba de hombres, mujeres y muchachos, que le arrojaban piedras y ballestas. El jinete se detuvo de pronto, amenazándoles con gesto arrogante, que denunciaba su condición de caballero. Don Pelayo contuvo a los perseguídores desde el balcón, dando enérgicas voces, y mandó que se le abrieran las puertas. Al verlo solo y perseguido por villanos, siendo caballero, se dispuso a ofrecerle hospitalidad.
Momentos después, el árabe se presentaba ante don Pelayo, e hincando gallardamente una rodilla en tierra, expresó su agradecimiento con bellas palabras. Dijo que su nombre era Aben Zobey, y relató cómo había dejado Toledo a causa de u n disgusto tenido con su rey Almenón. Se había dirigido primero a la corte de Alfonso VI, para pedirle hospitalidad mientras intercedía por él a su rey; pero Alfonso, aunque le recibió afectuosamente, no creyó oportuno que permaneciera en León, y le ofreció una escolta para que le acompañase a donde él quisiera. La fama de la hidalguía y de la generosidad de don Pelayo le decidieron a marchar a su castillo; pero, en exceso confiado, al llegar al concejo de Tudela había despedido la escolta y se había visto atacado por la turba.
Don Pelayo escuchó con atención el relato del árabe y, bien impresionado por su aspecto y sus modales, le ofreció hospitalidad por el tiempo que quisiera. Susana observaba atenta al caballero mientras hablaba, y pronto comprendió que ya nada podría detener el amor que comenzaba a sentir por él.Poco tiempo después, Pelayo organizaba una cacería en honor de su huésped. Susana acompañó a su padre y a Aben Zobey, quienes, al distribuir los puestos, se habían reservado uno de los dos más peligrosos. Sólo se les presentó una corza, que el árabe atravesó con su lanza con admirable destreza, ofreciéndosela después galantemente a la doncella cristiana.
Impaciente don Pelayo porque no entraba ninguna otra pieza, salió a recorrer los demás puestos, dejando a Susana en compañía d e Aben Zobey. Fue la ocasión que él aprovechó para confesarle el amor que sentía desde el primer día que la vio. Le ofreció sus riquezas, sus esclavos para servirla, y sus guerreros para defenderla. Susana, azorada y conmovida, le contestó que su padre no consentiría en tal unión.
Cuando Aben Zobey le proponía ardientemente la huida, oyeron unos gritos agudos. Se precipitaron al lugar de donde partían y se encontraron a don Pelayo moribundo, al lado de un oso gigantesco, herido también de muerte. Susana se desmayó, manchándose el traje con la sangre de su padre, y Aben Zobey, después de rematar al animal, se la llevó a un arroyuelo cercano para reanimarla, en el momento en que llegaban, corriendo, varios monteros. Pero ya era demasiado tarde: al mismo tiempo que Susana volvía de su desmayo, el castellano de Tudela exhalaba el último suspiro.
Todos amaban a don Pelayo, y su entierro se hizo en medio del mayor duelo. Aben Zobey era uno de los más apesadumbrados.
Transcurrió algún tiempo, y el árabe continuaba en el castillo. Pasaron días y semanas. Los tudelanos comenzaban a murmurar de su permanencia. Odiaban a Aben Zobey, porque a causa suya se había organizado la fatal cacería, y desconfiaban con temor supersticioso de su caballo, negro como Satanás.
Cuando corrió la noticia de que Aben Zobey se iba a hacer cristiano y a casarse con Susana, estalló la indignación popular. La idea de tener por señor a un moro, aunque estuviese bautizado, repugnaba a los habitantes del señorío. El amor de Susana crecía, y pronto comprendió que sólo se podría casar con el árabe si abandonaba su país.
Estaba decidida a aceptar la fuga que Aben Zobey le proponía; pero antes de tomar una resolución, le pidió unas horas de plazo. Era el tiempo que necesitaba para ir a la fuente de Guanga. Recordó que toda doncella que lavase su rostro en aquel puro manantial lavaría también sus malos pensamientos.
Al rayar el alba, se dirigió, acompañada de una fiel servidora, a la maravillosa fuente. Después de haberse arrodillado, murmurando una plegaria, sumergió el rostro en ella repetidas veces, y pronto sintió que la frescura de aquel agua penetraba en su corazón, dejándolo más libre y más ligero.
Cuando Susana volvió al castillo, Aben Zobey le preguntó de nuevo si estaba dispuesta a marchar con él. Y Susana se quedó sorprendida de la facilidad con que pudo responder:
- Por mucho que os ame, no puedo ser vuestra esposa. Me lo impiden la voluntad de mi pueblo y la memoria de mis padres.
Aben Zobey abandonó el castillo abatido y desesperado. Poco tiempo después supo Susana que había muerto heroicamente en un combate.
Al cabo de dos años, Susana consintió en casarse con un caballero del país. Pero nunca logró borrar por completo de su corazón la imagen del árabe. A menudo subía a la fuente de Guanga a repetir la deliciosa inmersión en sus aguas, para aligerar su corazón.