Era domingo. Las campanas tocaban, alegres, lanzando sus tañidos desde la humilde espadaña hasta los bosques y los prados, por los pomares y maizales, por los montes y los valles de esmeralda, llenos de esplendor bajo los rayos del sol mañanero. Los aldeanos habían ido llegando, vestidos con sus trajes de fiesta-, las mujerucas, cubiertas por los oscuros mantos, ya habían penetrado en la iglesia y colocado en los bancos cercanos al altar, y el sacerdote, terminado de revestirse en la sacristía. Todo estaba preparado para que empezase el santo sacrificio, y, sin embargo, el oficiante no salía. Entraron los hombres y se colocaron en pie en la parte posterior de la iglesia, después de haber tomado el agua bendita en la vieja pila. Pero el sacerdote no salía. Se esperaba, para comenzar, al señor del coto de Tirana, cuyas eran las tierras y el pueblo. Y el señor, que aquella madrugada saliera en partida de caza, no aparecía; quizá la persecución de una pieza le habría hecho olvidar, cazador empedernido, la obligación del día de guardar. Pasaba el tiempo, la gente se impacientaba, y el sacerdote también. Hasta que, por fin, el cura, juzgando que era ya suficiente espera, salió y se dirigió al altar. Comenzó la misa.
Había terminado el evangelio, cuando un gran alboroto se oyó fuera: gritaban unos hombres y ladraban los perros. Era el señor del coto de Tirana que había vuelto de caza. Penetró el magnate en la iglesia, y grande fue su ira al ver que la misa había comenzado sin esperarle. Cuando el sacerdote se volvió para empezar su sermón, el señor le interrumpió, diciéndole: «¡No quiero oíros, ya me habéis faltado al respeto empezando sin estar yo aquí!». El sacerdote, sin hacerle caso, comenzó a exhortar a todos al cumplimiento de la ley de Dios y a santificar las fiestas. El señor, creyendo entender en las palabras del sacerdote una censura a su vida, poco respetuosa para los deberes religiosos, se enfureció aún más y, tomando su ballesta, gritó: «¡Maldito seas!». Y a sus criados: «¡Ya tengo una pieza más!». Y ante el espanto de todos, el terrible señor levantó la ballesta y disparó una saeta contra el sacerdote, que cayó con el pecho traspasado. La sangre manó en abundancia del desdichado y corrió por la escalinata del altar. El pueblo apenas si podía respirar. Un murmullo de indignación fue reprimido por el asesino, que gritó: «¡Si alguien dice algo, va a seguir la misma suerte! ¡Por Satanás!». Y salió de la iglesia, y, montando a caballo, desapareció, seguido de los monteros y de las jaurías.
Algunos hombres recogieron piadosamente el cuerpo, ya exánime, del sacerdote, y le dieron sepultura. La indignación ante el horrible crimen llegó hasta el obispado, y se ordenó un proceso, que terminó con la excomunión del señor del coto de Tirana y con la orden de que se derribara la iglesia profanada, volviéndose a erigir en otro lugar. Mas el suelo de la iglesia quedó, aun cuando las paredes fueron echadas abajo, y en la escalinata del altar la sangre vertida dejó su oscura huella, no pudiéndose borrar de manera alguna.
Nada le importó la excomunión al poderoso cazador. Seguía entregado a su ocupación favorita, si bien más de una vez, en medio del bosque, se sintió presa de un remordimiento terrible, que desechaba cabalgando y uniéndose a sus monteros. Pero había de tener el castigo que Dios reserva a los malos y a los enemigos de su poder. La justicia terrena nada había hecho, por las influencias que el señor tenía en la corte; mas la del cielo no había de faltar. Y así, una tarde, cuando descendía por un sendero empinado, el caballo del señor resbaló y derribó al jinete, que rodó loma abajo, hiriéndose cruelmente con las matas y las peñas. Lo recogió su gente y lo llevaron al palacio. A poco, expiró allí sin recibir los sacramentos, pues no hubo sacerdote del contorno que quisiera atenderlo en sus últimos momentos. Así murió, entre blasfemias y maldiciones.
Los familiares de este hombre quisieron aún hacer un alarde de soberbia. Y dispusieron que el cadáver se trasladase con toda solemnidad y aparato a Oviedo, en donde esperaban hacer fuerza sobre los altos dignatarios civiles y religiosos, a fin de que el señor del coto de Tirana pudiera recibir sepultura en el mausoleo familiar. Y así, se dispuso una gran comitiva. Iban rompiendo marcha los monteros preferidos del señor, con los caballos engualdrapados de negro; después, el féretro, y detrás, los demás criados y familiares. Salieron en dirección a Oviedo, esperando llegar bien. Pero al pasar al pie de una enorme roca, una bandada de cuervos se precipitó contra los portadores de las angarillas en que iba el muerto. Los portadores soltaron su carga, y el ataúd se rompió, dejando descubierto el cadáver del malvado señor, que ya presentaba síntomas de descomposición. Y los cuervos, cayendo sobre el cuerpo, lo cogieron con sus picos y, levantando el vuelo, se lo llevaron por el aire, perdiéndose a lo lejos. Grande fue el terror de los familiares y criados, y comprendieron que lo ocurrido había sido un cumplimiento de la justicia divina, que impedía que el cuerpo del asesino del desdichado sacerdote descansara en sagrado. Y desde entonces a aquella peña se le llamó la peña Cavera.
(Leyendas de España)
Había terminado el evangelio, cuando un gran alboroto se oyó fuera: gritaban unos hombres y ladraban los perros. Era el señor del coto de Tirana que había vuelto de caza. Penetró el magnate en la iglesia, y grande fue su ira al ver que la misa había comenzado sin esperarle. Cuando el sacerdote se volvió para empezar su sermón, el señor le interrumpió, diciéndole: «¡No quiero oíros, ya me habéis faltado al respeto empezando sin estar yo aquí!». El sacerdote, sin hacerle caso, comenzó a exhortar a todos al cumplimiento de la ley de Dios y a santificar las fiestas. El señor, creyendo entender en las palabras del sacerdote una censura a su vida, poco respetuosa para los deberes religiosos, se enfureció aún más y, tomando su ballesta, gritó: «¡Maldito seas!». Y a sus criados: «¡Ya tengo una pieza más!». Y ante el espanto de todos, el terrible señor levantó la ballesta y disparó una saeta contra el sacerdote, que cayó con el pecho traspasado. La sangre manó en abundancia del desdichado y corrió por la escalinata del altar. El pueblo apenas si podía respirar. Un murmullo de indignación fue reprimido por el asesino, que gritó: «¡Si alguien dice algo, va a seguir la misma suerte! ¡Por Satanás!». Y salió de la iglesia, y, montando a caballo, desapareció, seguido de los monteros y de las jaurías.
Algunos hombres recogieron piadosamente el cuerpo, ya exánime, del sacerdote, y le dieron sepultura. La indignación ante el horrible crimen llegó hasta el obispado, y se ordenó un proceso, que terminó con la excomunión del señor del coto de Tirana y con la orden de que se derribara la iglesia profanada, volviéndose a erigir en otro lugar. Mas el suelo de la iglesia quedó, aun cuando las paredes fueron echadas abajo, y en la escalinata del altar la sangre vertida dejó su oscura huella, no pudiéndose borrar de manera alguna.
Nada le importó la excomunión al poderoso cazador. Seguía entregado a su ocupación favorita, si bien más de una vez, en medio del bosque, se sintió presa de un remordimiento terrible, que desechaba cabalgando y uniéndose a sus monteros. Pero había de tener el castigo que Dios reserva a los malos y a los enemigos de su poder. La justicia terrena nada había hecho, por las influencias que el señor tenía en la corte; mas la del cielo no había de faltar. Y así, una tarde, cuando descendía por un sendero empinado, el caballo del señor resbaló y derribó al jinete, que rodó loma abajo, hiriéndose cruelmente con las matas y las peñas. Lo recogió su gente y lo llevaron al palacio. A poco, expiró allí sin recibir los sacramentos, pues no hubo sacerdote del contorno que quisiera atenderlo en sus últimos momentos. Así murió, entre blasfemias y maldiciones.
Los familiares de este hombre quisieron aún hacer un alarde de soberbia. Y dispusieron que el cadáver se trasladase con toda solemnidad y aparato a Oviedo, en donde esperaban hacer fuerza sobre los altos dignatarios civiles y religiosos, a fin de que el señor del coto de Tirana pudiera recibir sepultura en el mausoleo familiar. Y así, se dispuso una gran comitiva. Iban rompiendo marcha los monteros preferidos del señor, con los caballos engualdrapados de negro; después, el féretro, y detrás, los demás criados y familiares. Salieron en dirección a Oviedo, esperando llegar bien. Pero al pasar al pie de una enorme roca, una bandada de cuervos se precipitó contra los portadores de las angarillas en que iba el muerto. Los portadores soltaron su carga, y el ataúd se rompió, dejando descubierto el cadáver del malvado señor, que ya presentaba síntomas de descomposición. Y los cuervos, cayendo sobre el cuerpo, lo cogieron con sus picos y, levantando el vuelo, se lo llevaron por el aire, perdiéndose a lo lejos. Grande fue el terror de los familiares y criados, y comprendieron que lo ocurrido había sido un cumplimiento de la justicia divina, que impedía que el cuerpo del asesino del desdichado sacerdote descansara en sagrado. Y desde entonces a aquella peña se le llamó la peña Cavera.
(Leyendas de España)