Montaña de fuentes y bosques, templos y miradores. Hayedos apretados, herméticos, atrapadores de todas las luces. Laderas de colores, laderas de piedra, laderas de bosques. La montaña del Moncayo cautiva y gusta porque sugiere muchas sensaciones que recordar. Las fuentes, las veredas y los árboles centenarios. Las cumbres cercanas, los circos glaciares. Todo está al alcance de un momento, de un rato de placentero caminar por un bosque encantado repleto de pistas y caminos cubiertos de hojarasca y humus vegetal.
Los hayedos de las dehesas del Moncayo son un santuario vegetal para los botánicos y para los coleccionistas de bosques, una isla náufraga en un mar de encinares y montes de repoblación que se agarra con energía al terreno de la montaña en las zonas húmedas y sombrías de la vertiente norte. Acompañando al hayedo hay abedules, que dan luz al bosque con su tronco blanquecino, robles, acebos y muchos pinos de repoblación.
Un paraje que sujeta las emociones es el hayedo de la fuente de la Teja, al lado de la carretera que sube al santuario. El deformado terreno unas veces esconde y sumerge, otras abomba y destapa, después se eleva y juega con los troncos de los árboles como la montaña rusa de un parque de atracciones. Y el silencio del bosque, siempre presente entonando su melodía vegetal, susurrando la palpitación de las hojas, el crepitar de un tronco que se quiebra, el cantarín viaje de un puñado de agua por el barranco. Hasta que aparece la tropa de un colegio que tiene día de actividad en el medio ambiente y la atención se centra en los chavales. Anotan, preguntan, tocan, prueban el ambiente con un ritmo de obligado deber colegial, pocos se paran a sentir el árbol en su melancolía otoñal, o a escuchar el silencio atronador que surge después de una pisada en la hojarasca. El bosque habla pero pocas veces hay tiempo para escuchar sus mensajes, sus cuentos sencillos, tan claros y naturales como la savia invisible que los mantiene durante cientos de años.
(Juan José Alonso)
Los hayedos de las dehesas del Moncayo son un santuario vegetal para los botánicos y para los coleccionistas de bosques, una isla náufraga en un mar de encinares y montes de repoblación que se agarra con energía al terreno de la montaña en las zonas húmedas y sombrías de la vertiente norte. Acompañando al hayedo hay abedules, que dan luz al bosque con su tronco blanquecino, robles, acebos y muchos pinos de repoblación.
Un paraje que sujeta las emociones es el hayedo de la fuente de la Teja, al lado de la carretera que sube al santuario. El deformado terreno unas veces esconde y sumerge, otras abomba y destapa, después se eleva y juega con los troncos de los árboles como la montaña rusa de un parque de atracciones. Y el silencio del bosque, siempre presente entonando su melodía vegetal, susurrando la palpitación de las hojas, el crepitar de un tronco que se quiebra, el cantarín viaje de un puñado de agua por el barranco. Hasta que aparece la tropa de un colegio que tiene día de actividad en el medio ambiente y la atención se centra en los chavales. Anotan, preguntan, tocan, prueban el ambiente con un ritmo de obligado deber colegial, pocos se paran a sentir el árbol en su melancolía otoñal, o a escuchar el silencio atronador que surge después de una pisada en la hojarasca. El bosque habla pero pocas veces hay tiempo para escuchar sus mensajes, sus cuentos sencillos, tan claros y naturales como la savia invisible que los mantiene durante cientos de años.
(Juan José Alonso)