Reinaba Muley Hacen en la bella ciudad de Granada; pero los últimos años de su reinado estaban ensombrecidos por la gran tristeza que le causaba la rebeldía de su hijo Boabdil, el cual conspiraba contra su padre en la Alcazaba.
Centinela de Granada era la poderosa torre del Aceituno, de espesos muros, donde se guarecían los más bravos guerreros defensores del rey. Era alcaide de esta fortaleza el buen Aben-Farag, esforzado guerrero, que se había distinguido por su valor en cien batallas, y en el que depositaba su confianza el sultán Muley Hacen.
Tenía este alcaide una hija, llamada Celia, que apenas contaba quince años. El padre sentía verdadera pasión por la niña, en la que había concentrado todos sus afectos. Era la muchacha una flor de maravillosa fragancia y espléndida juventud, y la fama de su hermosura se extendía por todo el reino granadino. Varios eran los nobles árabes que la habían solicitado por esposa; pero a Aben-Farag ninguno le parecía digno de su bella hija. El alcaide de Moclín, joven árabe, fuerte y aguerrido, de la misma sangre de Farag, con el que le unían estrechos lazos de amistad, atraído por la belleza de la doncella, acudió a la mansión de su pariente Aben, pidiéndole su consentimiento para desposarse con su hija. Complacido el padre con el poderoso pretendiente, accedió muy gustoso a concederle su hija por esposa, y aun fijóse la boda para fecha próxima.
Aben-Farag llamó a la muchacha, que, acompañada de una esclava negra, acudió a la presencia de su padre. Éste, después de besarla con ternura en la frente, adoptando un tono más severo, le dijo:
-Hija mía, antes de que pase esta luna serás la esposa del alcaide de Moclín, y te hospedará en su poderoso castillo.
Celia, sin responder palabra, se despidió sumisa de su padre, mientras dos gruesas lágrimas temblaban en sus largas y sedosas pestañas.
Aquella noche, mientras todo dormía y el barrio del Albaicín semejaba un enorme fantasma, desde un alto ajimez de la torre del Aceituno se descolgaba ágilmente por una escala un gallardo moro. Era éste Alí, de padre árabe y madre cristiana, dotado de tan grandes perfecciones físicas y morales, que habían encendido el amor de la hija del alcaide. Él, a su vez, se había prendado de los irresistibles hechizos de la doncella mora; mas no contando el pretendiente con riquezas para solicitar del poderoso Farag la mano de su maravillosa hija, tenía que esconder su profundo amor en la sombra y mantenerlo en el secreto, mientras con juramentos y promesas se soldaban sus almas, y sus vidas con un amor invencible y eterno.
El negro Tarif, favorito del alcaide Farag, se había enamorado también de la doncella y, despechado por no encontrar correspondencia a su amor, la espiaba sin tregua, llegando así a enterarse de los amores secretos de los jóvenes árabes. Pronto fue a comunicárselo a su prometido, el alcaide de Moclín, invitándole, para que se cerciorase, a acudir los dos al panteón árabe de la Rauda, donde se daban cita los enamorados. El alcalde aceptó, y los dos acudieron, esperando impacientes entre las tumbas. Pasada ya la medianoche, vieron deslizarse una silueta envuelta en un tupido velo, a cuyo encuentro acudió una sombra más alta y gallarda. Eran los dos amantes, que, comunicándose sus conflictos, se consolaban juntos hasta olvidar sus pesares, en aquel ambiente lúgubre que los rodeaba, llegando a sentirse transportados a un mundo de dichas e ilusiones y a embriagarse de amor.
El negro Tarif se acercó cauteloso a ellos, y a traición clavó su daga en la espalda de Alí, que cayó moribundo. En la agonía, se arrancó una cruz que llevaba al cuello, que, al morir, le había dado su madre, y se la entregó a Celia, que, enloquecida de dolor, lanzaba angustiosos lamentos, viendo muerto a su amor, que era su vida. El feroz negro se lanzó después sobre el alcaide de Moclín y le asestó una terrible cuchillada, mientras decía con voz sorda: «¡Esta mujer ha de ser mía!».
Al día siguiente, entre las tumbas de la Rauda, salpicadas en sangre, fueron encontrados los cadáveres de los dos hombres moros asesinados por amor. Se avisó al cadí, que llegó en seguida a informarse del hecho. Para esclarecerlo, acudió al alcaide Farag, que ante la desaparición de su hija, desfallecía de dolor. Se buscó al negro Tarif, y, al no encontrarlo, se le hizo culpable de todo, persiguiéndole a muerte.
La doncella, enloquecida, vagaba por los campos, con una cruz sobre su pecho y lanzando tristes gemidos.
Vencido Boabdil por los Reyes Católicos, éstos colocaron una gran cruz de piedra sobre el panteón árabe. Y todavía las jóvenes que tienen que ir de noche por agua al aljibe de San Luis, tiemblan ante la aparición de una sombra que llora con dolorosos lamentos detrás de la Cruz de la Rauda.
(Leyendas de España)
Centinela de Granada era la poderosa torre del Aceituno, de espesos muros, donde se guarecían los más bravos guerreros defensores del rey. Era alcaide de esta fortaleza el buen Aben-Farag, esforzado guerrero, que se había distinguido por su valor en cien batallas, y en el que depositaba su confianza el sultán Muley Hacen.
Tenía este alcaide una hija, llamada Celia, que apenas contaba quince años. El padre sentía verdadera pasión por la niña, en la que había concentrado todos sus afectos. Era la muchacha una flor de maravillosa fragancia y espléndida juventud, y la fama de su hermosura se extendía por todo el reino granadino. Varios eran los nobles árabes que la habían solicitado por esposa; pero a Aben-Farag ninguno le parecía digno de su bella hija. El alcaide de Moclín, joven árabe, fuerte y aguerrido, de la misma sangre de Farag, con el que le unían estrechos lazos de amistad, atraído por la belleza de la doncella, acudió a la mansión de su pariente Aben, pidiéndole su consentimiento para desposarse con su hija. Complacido el padre con el poderoso pretendiente, accedió muy gustoso a concederle su hija por esposa, y aun fijóse la boda para fecha próxima.
Aben-Farag llamó a la muchacha, que, acompañada de una esclava negra, acudió a la presencia de su padre. Éste, después de besarla con ternura en la frente, adoptando un tono más severo, le dijo:
-Hija mía, antes de que pase esta luna serás la esposa del alcaide de Moclín, y te hospedará en su poderoso castillo.
Celia, sin responder palabra, se despidió sumisa de su padre, mientras dos gruesas lágrimas temblaban en sus largas y sedosas pestañas.
Aquella noche, mientras todo dormía y el barrio del Albaicín semejaba un enorme fantasma, desde un alto ajimez de la torre del Aceituno se descolgaba ágilmente por una escala un gallardo moro. Era éste Alí, de padre árabe y madre cristiana, dotado de tan grandes perfecciones físicas y morales, que habían encendido el amor de la hija del alcaide. Él, a su vez, se había prendado de los irresistibles hechizos de la doncella mora; mas no contando el pretendiente con riquezas para solicitar del poderoso Farag la mano de su maravillosa hija, tenía que esconder su profundo amor en la sombra y mantenerlo en el secreto, mientras con juramentos y promesas se soldaban sus almas, y sus vidas con un amor invencible y eterno.
El negro Tarif, favorito del alcaide Farag, se había enamorado también de la doncella y, despechado por no encontrar correspondencia a su amor, la espiaba sin tregua, llegando así a enterarse de los amores secretos de los jóvenes árabes. Pronto fue a comunicárselo a su prometido, el alcaide de Moclín, invitándole, para que se cerciorase, a acudir los dos al panteón árabe de la Rauda, donde se daban cita los enamorados. El alcalde aceptó, y los dos acudieron, esperando impacientes entre las tumbas. Pasada ya la medianoche, vieron deslizarse una silueta envuelta en un tupido velo, a cuyo encuentro acudió una sombra más alta y gallarda. Eran los dos amantes, que, comunicándose sus conflictos, se consolaban juntos hasta olvidar sus pesares, en aquel ambiente lúgubre que los rodeaba, llegando a sentirse transportados a un mundo de dichas e ilusiones y a embriagarse de amor.
El negro Tarif se acercó cauteloso a ellos, y a traición clavó su daga en la espalda de Alí, que cayó moribundo. En la agonía, se arrancó una cruz que llevaba al cuello, que, al morir, le había dado su madre, y se la entregó a Celia, que, enloquecida de dolor, lanzaba angustiosos lamentos, viendo muerto a su amor, que era su vida. El feroz negro se lanzó después sobre el alcaide de Moclín y le asestó una terrible cuchillada, mientras decía con voz sorda: «¡Esta mujer ha de ser mía!».
Al día siguiente, entre las tumbas de la Rauda, salpicadas en sangre, fueron encontrados los cadáveres de los dos hombres moros asesinados por amor. Se avisó al cadí, que llegó en seguida a informarse del hecho. Para esclarecerlo, acudió al alcaide Farag, que ante la desaparición de su hija, desfallecía de dolor. Se buscó al negro Tarif, y, al no encontrarlo, se le hizo culpable de todo, persiguiéndole a muerte.
La doncella, enloquecida, vagaba por los campos, con una cruz sobre su pecho y lanzando tristes gemidos.
Vencido Boabdil por los Reyes Católicos, éstos colocaron una gran cruz de piedra sobre el panteón árabe. Y todavía las jóvenes que tienen que ir de noche por agua al aljibe de San Luis, tiemblan ante la aparición de una sombra que llora con dolorosos lamentos detrás de la Cruz de la Rauda.
(Leyendas de España)