Cuentan las crónicas, que allá por los años de Felipe II por aquellos días nefastos en que, con razón ó sin ella ( que en esto no me meto), se habló tanto, y se murmuró tanto, y se vilipendió hasta el exceso, por motivo de la enfermedad, calificada de sospechosa, y por la muerte, aún más sospechosa, del príncipe don Carlos, hijo del Rey Felipe, existía adscrito a la parroquia de Santa Cruz, el presbítero D. Juan Enríquez, a quien el príncipe D. Carlos dispensaba cariñosa amistad.
Estas relaciones no fueron del agrado del cardenal Espinosa, Dios sabe por qué causa. Motivos habría, altos ó bajos, para la reprobación del Cardenal, y para los dimes y diretes satíricos de la Corte y de los parroquianos de Santa Cruz; lo cierto es que un día, pasada medianoche, volvía D. Juan Enríquez á su casa, cuando encontró un entierro; sobre el féretro llevaban un cáliz y un bonete. Acercóse a preguntar de quién era y le contestaron que de D. Juan Enríquez; asombrado el clérigo repitió cuatro veces la pregunta, y otras tantas le contestaron que era su propio entierro. Corrió á su casa y encontró una mesa cubierta con paño negro y cuatro blandoncillos encendidos; preguntó á los vecinos quién era el difunto, y se encontró con que huían de él, creyéndole aparecido .
A la mañana siguiente fué á Santa Cruz, y le enseñaron el libro en que constaba su partida de defunción y la provisión de su plaza en la parroquia. Al volver á su casa, la puerta estaba clavada, y un familiar del Santo Oficio le llevó á los calabozos de la Inquisición de Toledo. En el tejado de la casa apareció sobre un palo un bonete encarnado, y desde entonces se llama la calle donde ocurrió este suceso, la calle del Bonetillo.
Estas relaciones no fueron del agrado del cardenal Espinosa, Dios sabe por qué causa. Motivos habría, altos ó bajos, para la reprobación del Cardenal, y para los dimes y diretes satíricos de la Corte y de los parroquianos de Santa Cruz; lo cierto es que un día, pasada medianoche, volvía D. Juan Enríquez á su casa, cuando encontró un entierro; sobre el féretro llevaban un cáliz y un bonete. Acercóse a preguntar de quién era y le contestaron que de D. Juan Enríquez; asombrado el clérigo repitió cuatro veces la pregunta, y otras tantas le contestaron que era su propio entierro. Corrió á su casa y encontró una mesa cubierta con paño negro y cuatro blandoncillos encendidos; preguntó á los vecinos quién era el difunto, y se encontró con que huían de él, creyéndole aparecido .
A la mañana siguiente fué á Santa Cruz, y le enseñaron el libro en que constaba su partida de defunción y la provisión de su plaza en la parroquia. Al volver á su casa, la puerta estaba clavada, y un familiar del Santo Oficio le llevó á los calabozos de la Inquisición de Toledo. En el tejado de la casa apareció sobre un palo un bonete encarnado, y desde entonces se llama la calle donde ocurrió este suceso, la calle del Bonetillo.
(“Madrid viejo” de Ricardo Sepúlveda)