En el año 1478, el orgulloso Muley Hasán negóse a seguir pagando los tributos estipulados a los Reyes Católicos, y, no contento con esto, para demostrarles su poder, decidió hacer algunas incursiones por las tierras vecinas. Una de las primeras ciudades escogidas para aquella demostración fue la ciudad de Zahara. Sus tropas entraron en ella victoriosas y se apoderaron de gran botín. Cogieron a muchos cristianos, que fueron repartidos entre los principales jefes musulmanes.
Entre los cautivos que le tocaron en suerte al valiente Selam Almanzor figuraba la doncella María Hinestrosa, noble castellana prometida de don Fadrique de Saavedra, que tenía el cargo de alférez de arcabuceros en el ejército cristiano. La doncella cristiana era de gran belleza, y el moro, al verla, quedó prendado de ella.
Era un ardiente día de verano. El Albaicín veíase concurrido por gentes que iban de un lado para otro. La alegría se reflejaba en los rostros por las victorias obtenidas sobre los cristianos; dentro de las casas había fiesta. Sólo en la de Selam Almanzor reinaba el silencio. En uno de los salones, adornado con ricos tapices y mullidas colchonetas, se encontraban sentados frente a frente el moro y la bella cristiana. Selam la miraba apasionadamente y le declaraba su amor con ardientes frases. Pero María parecía no escucharle; sus ojos, bañados de infinita tristeza, vagaban por el salón. Selam, al ver que sus frases de cariño no lograban conmoverla, prometió hacerla su esposa, aunque para ello tuviera que abandonar su fe de musulmán. María, al oír esto, elevó hacia él una mirada de ternura, y con lágrimas en sus hermosos ojos, le dijo que le agradecía aquella prueba de cariño, pero que no podía aceptarle por esposo, porque estaba prometida a un joven cristiano, al que amaba con todo su corazón. Al escuchar estas palabras, el moro se alzó indignado; no podía consentir que un infiel, un vil cristiano, le arrebatase su amor. Y, ciego de ira, fue hacia ella, dispuesto a matarla. La doncella esperó, resignada. Y al ver el moro su admirable serenidad, se detuvo y comprendió que la quería demasiado para quitarle la vida. Mas no se resignaba a perderla, y prometióle que dentro de veinticuatro horas seria suya, de grado o por fuerza. Dichas estas palabras, salió del salón, dejando a María asustada por su tajante amenaza. Por un momento, pensó en darse la muerte, y se dirigió hacia una cisterna que había en el jardín, dispuesta a arrojarse en ella. Pero el recuerdo de la Santísima Virgen la detuvo, y a Ella se encomendó, pidiendo ayuda. Apenas había terminado su plegaria, vio caer un ramo de jazmines a sus pies; atado a él, colgaba un billete firmado por su prometido, en el que le anunciaba que al día siguiente habría de salvarla o, de lo contrario, estaba dispuesto a morir. La lectura del billete la tranquilizó y decidió esperar, confiada.
Mientras había tenido lugar la escena entre María y el moro, Fadrique determinó buscar a su novia. Marchó a Granada y entró al servicio de un rico mercader en sedas, como intérprete de la lengua castellana. El mercader, encantado del nuevo servidor, ofreció darle en premio lo que pidiera. Fadrique dijo que deseaba tener un buen caballo para recorrer Granada y poder admirar sus bellezas. Pronto vio cumplido su deseo y pudo recorrer el Albaicín, donde, por vivir gran parte de los jefes moros que habían entrado en Zahara, suponía que hallaría a la doncella. Por fin, una vieja le informó de que a la casa del poderoso Selam Almanzor habían llevado a una noble cristiana, que, a juzgar por las señas, supuso que era María. Sin detenerse un instante, se fue hacia la casa indicada.
En tanto que sucedía todo esto, el tiempo había ido pasando y había llegado el plazo que señalara Selam a la joven cristiana para que se aviniese a ser suya. María se encontraba en el jardín, cuando vio venir hacia ella a dos esclavas para conducirla al baño y ataviarla luego a la usanza mora para ser conducida, de esa guisa, a la presencia del señor. María retrocedió hasta la cisterna, para echarse en ella antes que el moro pudiera adueñarse de su persona.
Selam estaba en una habitación cercana al jardín, y al oír las voces de las esclavas, bajó para indagar lo que ocurría. En aquel momento un hombre fue hacia María: era su prometido, que acudía a salvarla. La joven, al verle, se desmayó y fue a caer en los brazos de Fadrique; éste, al cogerla, soltó el ramo de jazmines que llevaba en sus manos, y las flores cayeron en la cisterna.
El moro, al contemplar cómo un hombre se llevaba a la joven cristiana, fue hacia ellos, dispuesto a impedir su fuga. Fadrique se encomendó a la Virgen, y en aquel mismo instante, del pozo donde habían caído los jazmines empezó a subir una nubécula blanca que ocultó a los jóvenes amantes de la vista de su perseguidor, y pudieron huir tranquilamente. Pocos días más tarde se casaban en una iglesia de Antequera.
Selam, después de perder a María, pasaba las horas en una continua tristeza; nada podía hacerle olvidar a la bella cristiana.
La gente de su casa empezó a notar que el agua que salía del pozo donde cayeron los jazmines del joven cristiano sabía dulce como la miel. Por eso decidieron llamarla la Cisterna de la Miel.
No hace todavía muchos años, aún estaba tal cisterna en una casa de lavaderos situada en cierta calle del Albaicín que se llamaba calle de María de la Miel.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
Entre los cautivos que le tocaron en suerte al valiente Selam Almanzor figuraba la doncella María Hinestrosa, noble castellana prometida de don Fadrique de Saavedra, que tenía el cargo de alférez de arcabuceros en el ejército cristiano. La doncella cristiana era de gran belleza, y el moro, al verla, quedó prendado de ella.
Era un ardiente día de verano. El Albaicín veíase concurrido por gentes que iban de un lado para otro. La alegría se reflejaba en los rostros por las victorias obtenidas sobre los cristianos; dentro de las casas había fiesta. Sólo en la de Selam Almanzor reinaba el silencio. En uno de los salones, adornado con ricos tapices y mullidas colchonetas, se encontraban sentados frente a frente el moro y la bella cristiana. Selam la miraba apasionadamente y le declaraba su amor con ardientes frases. Pero María parecía no escucharle; sus ojos, bañados de infinita tristeza, vagaban por el salón. Selam, al ver que sus frases de cariño no lograban conmoverla, prometió hacerla su esposa, aunque para ello tuviera que abandonar su fe de musulmán. María, al oír esto, elevó hacia él una mirada de ternura, y con lágrimas en sus hermosos ojos, le dijo que le agradecía aquella prueba de cariño, pero que no podía aceptarle por esposo, porque estaba prometida a un joven cristiano, al que amaba con todo su corazón. Al escuchar estas palabras, el moro se alzó indignado; no podía consentir que un infiel, un vil cristiano, le arrebatase su amor. Y, ciego de ira, fue hacia ella, dispuesto a matarla. La doncella esperó, resignada. Y al ver el moro su admirable serenidad, se detuvo y comprendió que la quería demasiado para quitarle la vida. Mas no se resignaba a perderla, y prometióle que dentro de veinticuatro horas seria suya, de grado o por fuerza. Dichas estas palabras, salió del salón, dejando a María asustada por su tajante amenaza. Por un momento, pensó en darse la muerte, y se dirigió hacia una cisterna que había en el jardín, dispuesta a arrojarse en ella. Pero el recuerdo de la Santísima Virgen la detuvo, y a Ella se encomendó, pidiendo ayuda. Apenas había terminado su plegaria, vio caer un ramo de jazmines a sus pies; atado a él, colgaba un billete firmado por su prometido, en el que le anunciaba que al día siguiente habría de salvarla o, de lo contrario, estaba dispuesto a morir. La lectura del billete la tranquilizó y decidió esperar, confiada.
Mientras había tenido lugar la escena entre María y el moro, Fadrique determinó buscar a su novia. Marchó a Granada y entró al servicio de un rico mercader en sedas, como intérprete de la lengua castellana. El mercader, encantado del nuevo servidor, ofreció darle en premio lo que pidiera. Fadrique dijo que deseaba tener un buen caballo para recorrer Granada y poder admirar sus bellezas. Pronto vio cumplido su deseo y pudo recorrer el Albaicín, donde, por vivir gran parte de los jefes moros que habían entrado en Zahara, suponía que hallaría a la doncella. Por fin, una vieja le informó de que a la casa del poderoso Selam Almanzor habían llevado a una noble cristiana, que, a juzgar por las señas, supuso que era María. Sin detenerse un instante, se fue hacia la casa indicada.
En tanto que sucedía todo esto, el tiempo había ido pasando y había llegado el plazo que señalara Selam a la joven cristiana para que se aviniese a ser suya. María se encontraba en el jardín, cuando vio venir hacia ella a dos esclavas para conducirla al baño y ataviarla luego a la usanza mora para ser conducida, de esa guisa, a la presencia del señor. María retrocedió hasta la cisterna, para echarse en ella antes que el moro pudiera adueñarse de su persona.
Selam estaba en una habitación cercana al jardín, y al oír las voces de las esclavas, bajó para indagar lo que ocurría. En aquel momento un hombre fue hacia María: era su prometido, que acudía a salvarla. La joven, al verle, se desmayó y fue a caer en los brazos de Fadrique; éste, al cogerla, soltó el ramo de jazmines que llevaba en sus manos, y las flores cayeron en la cisterna.
El moro, al contemplar cómo un hombre se llevaba a la joven cristiana, fue hacia ellos, dispuesto a impedir su fuga. Fadrique se encomendó a la Virgen, y en aquel mismo instante, del pozo donde habían caído los jazmines empezó a subir una nubécula blanca que ocultó a los jóvenes amantes de la vista de su perseguidor, y pudieron huir tranquilamente. Pocos días más tarde se casaban en una iglesia de Antequera.
Selam, después de perder a María, pasaba las horas en una continua tristeza; nada podía hacerle olvidar a la bella cristiana.
La gente de su casa empezó a notar que el agua que salía del pozo donde cayeron los jazmines del joven cristiano sabía dulce como la miel. Por eso decidieron llamarla la Cisterna de la Miel.
No hace todavía muchos años, aún estaba tal cisterna en una casa de lavaderos situada en cierta calle del Albaicín que se llamaba calle de María de la Miel.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)