Se cuenta del rey Felipe que tenía sus salidas de más o menos ingenio, y que de tal presunción de ingenio se aprovechaban, a veces, los que le servían. Tuvo que trasladarse una vez con la mayor prontitud desde Madrid a El Escorial.
Y le dijo al cochero:
—¡A ver si consigues que los caballos vuelen!
El cochero supo hacer correr mucho a los caballos y, durante todo el camino les estuvo gritando:
—¡Caballos del demonio!
A la llegada a El Escorial, el rey preguntó al cochero: —¿De quién decías que son esos caballos? —Del diablo, señor.
—Pues no quiero que me los reclame. Quédatelos tú.
Y así el cochero, como premio a un grito y al manejo del látigo, recibió un par de hermosos caballos.
(Carlos Fisas)
Y le dijo al cochero:
—¡A ver si consigues que los caballos vuelen!
El cochero supo hacer correr mucho a los caballos y, durante todo el camino les estuvo gritando:
—¡Caballos del demonio!
A la llegada a El Escorial, el rey preguntó al cochero: —¿De quién decías que son esos caballos? —Del diablo, señor.
—Pues no quiero que me los reclame. Quédatelos tú.
Y así el cochero, como premio a un grito y al manejo del látigo, recibió un par de hermosos caballos.
(Carlos Fisas)