Era el noble castellano de Tudela prototipo de caballerosidad e hidalguía. Las puertas de su castillo estaban siempre abiertas a todas las desdichas, a todas las necesidades y a todos los pobres de la comarca.
A pesar de sus años, el castellano era muy aficionado a la caza, y a menudo salía con amigos y servidores a perseguir las piezas, que cobraba casi siempre, por ser muy diestro en tal arte.
Una noche lóbrega y oscura, después de un agitado día de caza, el señor de Tudela reposaba en el salón de su castillo, junto a él estaba su hija, la bellísima castellana, el amor de su corazón y la luz de sus ojos. Cuando así estaban, se acercó uno de sus servidores a decirles que un moro peregrino, perdido en la noche entre la montaña, pedía hospitalidad hasta el día siguiente. Pero ellos, los servidores, se resistían a dejarle pasar.
-Hacedle pasar y preparadle buena comida y buen lecho -dijo el anciano.
-Reparad, señor, que se trata de un perro moro...
-Para mí es sagrado, pues me pide hospitalidad y está extraviado. Traédmelo acá.
El moro era joven y gallardo. Hablaba con gracia y soltura; sabía cantar y tocar el laúd. Y la velada se hizo tan grata con él, que las repetidas veces que intentó retirarse fue detenido por la joven castellana, visiblemente encantada de tan simpático huésped.
Al día siguiente, el moro se quedó para asistir a la caza del oso. Era una mañana clara y fría; el aire agitaba los árboles y daba gusto galopar por los senderos del bosque. Pero ¡ahí está el oso! El señor de Tudela arremetió contra él; pero con mala fortuna. Sus años se hacían ya sentir, y el oso le hirió gravemente.
Conducido al castillo, moribundo ya, tuvo un terrible presentimiento e hizo jurar a su hija que nunca renegaría de su religión ni de su patria. La joven, llorosa y asustada, juró tímidamente.
Pasaron varios días. El anciano señor reposaba en el panteón de su castillo, junto a sus antecesores. El moro iba a partir. Pero aquella noche, antes de su marcha, el moro y la doncella cristiana se confesaron su amor y decidieron partir juntos.
Nadie supo nunca cómo pudo ser. Pero cuando la enamorada pareja hacía los últimos preparativos, un horroroso incendio se desencadenó en el castillo. Los criados, enloquecidos, corrían de un lado a otro; las llamas lamían ya las paredes altas y habían deshecho el puente levadizo. Sólo quedaba una salida trasera. Hacia ella se dirigió el moro, llevando en sus brazos a su amada. Pero al llegar a la puerta, quedó detenido, suspenso. Guardando la única salida estaba el viejo castellano, que había salido de su sepulcro, y con la espada al aire se aprestaba a salvar el honor de su hija.
El castillo y sus dueños fueron una horrorosa hoguera. Después quedó sólo un informe montón de ruinas.
(Leyendas de España)
A pesar de sus años, el castellano era muy aficionado a la caza, y a menudo salía con amigos y servidores a perseguir las piezas, que cobraba casi siempre, por ser muy diestro en tal arte.
Una noche lóbrega y oscura, después de un agitado día de caza, el señor de Tudela reposaba en el salón de su castillo, junto a él estaba su hija, la bellísima castellana, el amor de su corazón y la luz de sus ojos. Cuando así estaban, se acercó uno de sus servidores a decirles que un moro peregrino, perdido en la noche entre la montaña, pedía hospitalidad hasta el día siguiente. Pero ellos, los servidores, se resistían a dejarle pasar.
-Hacedle pasar y preparadle buena comida y buen lecho -dijo el anciano.
-Reparad, señor, que se trata de un perro moro...
-Para mí es sagrado, pues me pide hospitalidad y está extraviado. Traédmelo acá.
El moro era joven y gallardo. Hablaba con gracia y soltura; sabía cantar y tocar el laúd. Y la velada se hizo tan grata con él, que las repetidas veces que intentó retirarse fue detenido por la joven castellana, visiblemente encantada de tan simpático huésped.
Al día siguiente, el moro se quedó para asistir a la caza del oso. Era una mañana clara y fría; el aire agitaba los árboles y daba gusto galopar por los senderos del bosque. Pero ¡ahí está el oso! El señor de Tudela arremetió contra él; pero con mala fortuna. Sus años se hacían ya sentir, y el oso le hirió gravemente.
Conducido al castillo, moribundo ya, tuvo un terrible presentimiento e hizo jurar a su hija que nunca renegaría de su religión ni de su patria. La joven, llorosa y asustada, juró tímidamente.
Pasaron varios días. El anciano señor reposaba en el panteón de su castillo, junto a sus antecesores. El moro iba a partir. Pero aquella noche, antes de su marcha, el moro y la doncella cristiana se confesaron su amor y decidieron partir juntos.
Nadie supo nunca cómo pudo ser. Pero cuando la enamorada pareja hacía los últimos preparativos, un horroroso incendio se desencadenó en el castillo. Los criados, enloquecidos, corrían de un lado a otro; las llamas lamían ya las paredes altas y habían deshecho el puente levadizo. Sólo quedaba una salida trasera. Hacia ella se dirigió el moro, llevando en sus brazos a su amada. Pero al llegar a la puerta, quedó detenido, suspenso. Guardando la única salida estaba el viejo castellano, que había salido de su sepulcro, y con la espada al aire se aprestaba a salvar el honor de su hija.
El castillo y sus dueños fueron una horrorosa hoguera. Después quedó sólo un informe montón de ruinas.
(Leyendas de España)