Hace mucho, mucho tiempo, el señor de Ligi, en Zuberoa, ordenó construir un puente sobre un pequeño río que atraviesa la localidad. Los canteros vascos tenían fama en el mundo entero por lo bien que trabajaban la piedra, pero esta vez la construcción no fue ninguna maravilla y, antes incluso de estar concluido, el puente se había derrumbado.
De nuevo el señor lo ordenó construir, y una vez más se cayó.
No sabiendo cómo solucionar el problema, el señor de Ligi llamó a los lamiñaku de Lesarantzu y les pidió que construyeran el puente. Los lamiñaku aceptaron encantados, pues era trabajo de su agrado, pero pusieron una condición.
—Construiremos un puente que nunca se caerá, y lo haremos esta misma noche, antes de que cante el gallo al amanecer, pero queremos tu alma como salario por nuestra labor.
—El puente lo necesito urgentemente, y el alma... —pensó el señor de Ligi—. ¡Algo se me ocurrirá antes de que acaben!
Aceptó el trato, y los lamiñaku comenzaron el trabajo. Eran cientos y cientos: unos tallaban las piedras, otros se las pasaban de mano en mano, mientras decían:
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!
Y otros iban colocando las piedras y formando el arco. No lo hacían desde los pilares hacia el centro, como lo hacen los constructores de puentes, sino de un pilar al otro, como lo hacen los lamiñaku.
Desde la torre de su castillo, el señor de Ligi, un tanto preocupado, contemplaba el avance del trabajo, pues iba más rápido de lo que él pensaba.
Los lamiñaku pasaron toda la noche construyendo el puente. Siempre al mismo ritmo, siempre repitiendo las mismas palabras:
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!
Finalmente, sólo quedaba una piedra para colocar y acabar la obra.
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Es la última, Gilen!
Y en el mismo momento en que iban a colocar la última piedra del puente, el señor de Ligi prendió fuego a un montón de paja, y una gran llamarada alumbró el gallinero. Un gallo joven, creyendo que el día lo había pillado dormido, se despertó sobresaltado, y cantó batiendo las alas.
Al oír el canto del gallo, los lamiñaku dejaron caer la piedra en el río y, dando un gran grito, desaparecieron en la oscuridad mientras decían:
—¡Maldito gallo! ¡Maldito gallo de marzo!
Desde entonces falta una piedra en el puente de Ligi y, cuando el agua está tranquila y transparente, puede verse un agujero en uno de los pilares y una gran piedra roja en el fondo del río. Muchas veces han intentado sacarla de allí y colocarla en su sitio, pero nadie, que se sepa, lo ha conseguido hasta ahora.
De nuevo el señor lo ordenó construir, y una vez más se cayó.
No sabiendo cómo solucionar el problema, el señor de Ligi llamó a los lamiñaku de Lesarantzu y les pidió que construyeran el puente. Los lamiñaku aceptaron encantados, pues era trabajo de su agrado, pero pusieron una condición.
—Construiremos un puente que nunca se caerá, y lo haremos esta misma noche, antes de que cante el gallo al amanecer, pero queremos tu alma como salario por nuestra labor.
—El puente lo necesito urgentemente, y el alma... —pensó el señor de Ligi—. ¡Algo se me ocurrirá antes de que acaben!
Aceptó el trato, y los lamiñaku comenzaron el trabajo. Eran cientos y cientos: unos tallaban las piedras, otros se las pasaban de mano en mano, mientras decían:
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!
Y otros iban colocando las piedras y formando el arco. No lo hacían desde los pilares hacia el centro, como lo hacen los constructores de puentes, sino de un pilar al otro, como lo hacen los lamiñaku.
Desde la torre de su castillo, el señor de Ligi, un tanto preocupado, contemplaba el avance del trabajo, pues iba más rápido de lo que él pensaba.
Los lamiñaku pasaron toda la noche construyendo el puente. Siempre al mismo ritmo, siempre repitiendo las mismas palabras:
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!
Finalmente, sólo quedaba una piedra para colocar y acabar la obra.
—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Es la última, Gilen!
Y en el mismo momento en que iban a colocar la última piedra del puente, el señor de Ligi prendió fuego a un montón de paja, y una gran llamarada alumbró el gallinero. Un gallo joven, creyendo que el día lo había pillado dormido, se despertó sobresaltado, y cantó batiendo las alas.
Al oír el canto del gallo, los lamiñaku dejaron caer la piedra en el río y, dando un gran grito, desaparecieron en la oscuridad mientras decían:
—¡Maldito gallo! ¡Maldito gallo de marzo!
Desde entonces falta una piedra en el puente de Ligi y, cuando el agua está tranquila y transparente, puede verse un agujero en uno de los pilares y una gran piedra roja en el fondo del río. Muchas veces han intentado sacarla de allí y colocarla en su sitio, pero nadie, que se sepa, lo ha conseguido hasta ahora.