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La cabeza de Borrell II - Barcelona

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Corrían los postreros años del siglo x. En Barcelona reinaba el cuarto conde soberano, Borrell II. En ese tiempo, el poderío del islam había crecido, impulsado por la temida espada de Almanzor, el caudillo de Hixem II. Al frente de sus caballeros salió el conde Borrell, dispuesto a atacar el castillo de Gante. Mas en su ausencia, Almanzor cercó con un escogido y numeroso ejército a Barcelona. Al frente de los sitiados estaba sola la esposa de Borrell, Ludgarda, a la que todo el pueblo adoraba por su bondad y belleza.
El cerco de los árabes se había ido estrechando, hasta colocar sus centinelas avanzados en el mismo muro. Los defensores desesperaban de poder resistir si no regresaba el conde Borrell con sus quinientos caballeros. Las atalayas espiaban, incansables, el horizonte, para anunciar la llegada de los caballeros; mas todo era en vano. La condesa permanecía horas y horas en los baluartes, y, cansada y rendida de angustia, volvía al palacio para intentar un descanso que nunca conseguía.
Al fin, una madrugada las trompas de los escuchas dieron el grito de alerta. Corrieron todos a las murallas, Ludgarda la primera, y divisaron una nube de polvo que surgía, en la luz indecisa del amanecer, de uno de los caminos que venían hacia la ciudad. «¡Ya llegan!», era el grito de júbilo que conmovía a todos los corazones. Mas cuando el conde Borrell con sus quinientos caballeros llegaban cerca de las murallas, los sorprendieron los moros, que se habían emboscado. Y se trabó un combate, que los defensores de Barcelona presenciaban horrorizados desde las murallas.
Al fin cesó el fragor de las armas. Se preparaban los sitiados a defenderse contra el asalto, cuando de pronto un silbido rasgó el aire, y a los pies de la condesa cayó, atravesada por una ballesta, la cabeza de Borrell II. Horrible fue la congoja de la desgraciada dama al ver el sangriento despojo. Mas aún hubieron de ver llegar por el aire, una a una, las cabezas de los quinientos caballeros. Llenos de ira, los barceloneses lanzáronse contra los moros; mas su esfuerzo fue inútil: perecieron todos, y la ciudad vio ondear sobre sus murallas el pendón del caudillo infiel Almanzor.

(Vicente García de Diego)

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