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Los cuatro caballeros cristianos - Granada

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Ante el cruel y tirano sultán de Granada presentóse un día el cegrí con semblante sombrío, preparándole para oír una importante y dolorosa revelación. El rey se impacientó y le hizo hablar, escuchando de sus labios que la sultana le engañaba. El sultán le pidió pruebas, pues de lo contrario, moriría. Y el cegrí, con serenidad y calma, le explicó que su esposa se había enamorado del arrogante Albin-Hamete, perteneciente a la por él maldecida y odiada raza de los abencerrajes, y que acudía a las citas amorosas de la sultana todas las noches.
El sultán enloqueció de cólera y hubiera querido despedazar entre sus manos a los culpables-, pero, dominándose, despidió al amigo y, encerrado en sus habitaciones, dio orden de que nadie le molestara, para poder meditar a solas su venganza.
En su cámara, sin testigo alguno, el sultán se entregó a la más furiosa desesperación; gemía y lloraba, sin que las lágrimas aliviaran su corazón. Quiso convencerse de la infamia, y, en silencio, fue a espiar la puerta de la sultana. Vio a una sombra deslizarse en ella. Volvió a sus habitaciones aún más destrozado, y esperó con angustia el nuevo día. Cuando por fin llegó la mañana, llamó a un esclavo y le entregó unas invitaciones para una suntuosa fiesta que iba a dar en su magnífico palacio de la Alhambra, con el encargo de que las repartiera entre los numerosos nobles de la familia de los abencerrajes.
Albin-Hamete era el más gallardo y caballeresco de los moros granadinos, dotado de todas las perfecciones físicas y morales que se pueden reunir en un ser: diestro en los torneos, de gran inteligencia, de cultivado espíritu y excelente poeta, era el héroe de su raza y el ídolo de las mujeres. La sultana, que había escuchado sus épicas hazañas y le veía siempre triunfante y atrayente como un semidiós, no podía menos de admirarle, y este sentimiento fue cambiando en amor, hasta convertirse en una pasión arrolladura. Él también estaba enamorado de la hermosa sultana y, dominado por su fogoso corazón, no supo calcular los peligros de aquel loco amor y se entregó a él sin reservas.
Albin-Hamete trabó una íntima amistad con don Juan Chacón, señor de Cartagena, que se distinguió por su heroísmo en el sitio de Granada. La afinidad de gustos y aficiones había unido estrechamente sus cultivados espíritus, y habían tomado parte juntos en los torneos, midiendo sus armas, que manejaban con la misma singular destreza. Los dos caballeros se profesaban gran afecto, a pesar de la diferencia de raza, y, como hermanos, se comunicaban siempre sus cosas más íntimas. Así, al recibir la invitación del sultán, el joven abencerraje supo medir el alcance de la trágica orden y escribió una carta a su amigo en la que le descubría sus mortales temores y, despidiéndose de él, le pedía, como último favor, su amparo para la sultana. Entregó el mensaje a un fiel criado, que, a galope en su mejor caballo, partió hacia el campamento cristiano.
Mientras, él, vistiéndose sus mejores galas, marchó resuelto al real palacio de la Alhambra. Ante uno de sus más bellos patios, una fila de negros guardaba la entrada. Al ver al caballero, abriéronle paso para que entrara, y al punto quedó inmóvil, con los nervios crispados y el terror reflejado en su semblante ante la horrenda traición. Todos sus ilustres familiares yacían en el suelo, vilmente asesinados: treinta y seis cadáveres de la más noble estirpe eran los invitados de aquella fiesta fúnebre, que el sanguinario sultán había imaginado y dio nombre así, y para siempre, al maravilloso patio de los Abencerrajes.
Pronto se supo la felonía por toda la ciudad, y los partidarios de los abencerrajes, deseando vengar la alevosa muerte de los suyos, cayeron sobre los de los cegríes. La ciudad se dividió en dos bandos, y trabóse una lucha a muerte, que sembró de cadáveres las calles y plazas.
Por fin, restablecida la calma, se escuchó la voz de los heraldos notificando al pueblo la condena de la sultana a ser quemada viva en la plaza pública. Se concedían treinta días de plazo por si algún caballero, queriendo defenderla, tomaba parte en un juicio de Dios, que se celebraría para comprobar la inocencia o culpabilidad de la reina.
Pasaron los días sin que ningún caballero se ofreciese en su defensa, y, alarmada la sultana, envió un mensaje con su más fiel servidora, una cristiana cautiva, para el campamento cristiano, en demanda de algún caballero que quisiera defenderla.
La recibió don Juan Chacón, que, profundamente apenado por el trágico fin de su querido amigo, a quien había jurado vengar, y dispuesto a cumplir su última voluntad, se decidió a acudir al juicio para defender la causa de la sultana, y así se lo anunció a la sirvienta, la cual lo transmitió a su soberana.
Ya finalizaba el plazo concedido, y a diario seguía pregonando el heraldo la condena de la sultana, sin que hasta entonces se presentara caballero alguno en su defensa.
Llegó el momento señalado y acudieron ante las puertas de Granada cuatro caballeros cristianos para tomar parte en el juicio de Dios que iba a celebrarse. En el acto se les abrieron las puertas, y entraron en la ciudad, entre aclamaciones de la muchedumbre. Llevados ante el juez de campo, se ofrecieron para luchar en defensa de la sultana; mas ocultaron sus nombres y dieron sólo el de «nobles caballeros», aceptando de antemano el castigo impuesto si mentían.
Eran ellos don Juan Chacón y tres nobles cristianos más, que, poniéndose en las manos de Dios, se brindaban a defender la causa de la mujer caída y abandonada, teniendo que luchar contra cuatro caballeros cegríes y siendo uno de ellos el pérfido delator de Albin-Hamete.
La reina estaba obligada a presenciar el combate. Dada la señal, los caballeros se lanzaron al campo y comenzó la lucha con gran ímpetu y coraje, hasta alcanzar proporciones de epopeya. Después de varias alternativas, el triunfo fue de los cristianos, ayudados por Dios en su noble causa, y los cegríes quedaron derrotados y muertos y proclamada así la inocencia de la sultana.
Don Juan Chacón, herido y al frente de los tres caballeros cristianos, partió veloz a su campamento, habiendo antes arrojado el guante ensangrentado al medio del campo, en señal de reto, anunciando así el próximo asedio de la ciudad. El heroísmo de don ]uan fue el primer jalón de la reconquista de Granada.
Vencidos los cegríes, de nuevo se encendieron las luchas entre los dos bandos, que mancharon de sangre la ciudad hasta que, al verse sitiados, se unieron para la común defensa.
La sultana, llorando su infortunio y sin poder olvidar su perdido amor, retiróse a una celda solitaria sin más compañera que la fiel cristiana cautiva, que la instruyó en las verdades de la fe, enseñándola el consuelo divino de la religión de Cristo crucificado.

(Leyendas de España - Vicente García de Diego)

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