En los alrededores del lago de Fúneres vivía hace varios siglos un pobre penitente, con fama de santo, conocido con el nombre de Adulfo de Caso; se alimentaba de raíces y frutas silvestres y dormía en el tronco hueco de un árbol milenario. Todas las tardes marchaba a una ermita próxima, para encender la luz del santuario, y, después de hacer allí sus últimas oraciones, regresaba al monte y dormía hasta el amanecer.
Una noche, cuando volvía del templo, se encontró junto a su mísera guarida a un apuesto caballero, ricamente ataviado, que con gesto tranquilo esperaba junto a su caballo. A su lado descansaba una doncella de deslumbrante hermosura, que, a juzgar por sus ricas vestiduras, debía de pertenecer a su misma alcurnia. Se acercó el ermitaño a ellos, y el caballero, tomando la palabra, le hizo saber que su fama de santidad había llegado a sus oídos, y deseaba pedirle, como favor especial, que cuidase de su hermana hasta tanto él regresase de la guerra; su extrema juventud y belleza constituían en el mundo un peligro, que él tenía la obligación de evitar.
No sabiendo negar el buen hombre el favor que se le pedía, aceptó el encargo y se comprometió a cuidar de ella con la misma solicitud de un padre. Sonrió, agradecido, el noble caballero y, como última petición, rogó al penitente que bautizara a la doncella. Después montó en su negro caballo y desapareció al galope en el horizonte.
No pudo sospechar el padre Adulfo que el apuesto caballero que acababa de visitarle fuera el propio Satanás, que, pesaroso de su santidad, le había traído para tentarle a la más encantadora de las diablesas. En pocos días, ella supo captarse con su artero proceder la simpatía del penitente, y éste, en menos de lo que cabía esperar, olvidó sus votos de castidad y se unió a ella. Dejó desde entonces de rezar sus cotidianas oraciones, y no volvió más a la ermita para encender la luz del santuario.
Buscando un lugar más agradable donde vivir, se fueron ambos a aposentar en un viejo castillo abandonado. Antes de un año, la diablesa dio a luz un niño tan hermoso y perverso como ella, que creció destinado a ser el más encarnizado enemigo de la Cruz.
El antiguo ermitaño, olvidado por completo de la fe, vivió muchos años en la íntima compañía de aquellos dos seres, a los que se asemejaba más cada día. Iba ganando en alegría y en deseos de divertirse; cada vez gustaba más de los goces materiales y no desdeñaba ninguna ocasión en que se le brindase cualquier placer corporal. Una noche se le ocurrió organizar, en compañía de su hijo y de la diablesa, una gran fiesta, en la que la comida, y sobre todo el vino, corrieron en abundancia. Reunió en el castillo a varios amigos, y hasta el amanecer estuvieron todos bebiendo en medio de una escandalosa orgía. En esta situación se encontraban, cuando la excitación del alcohol provocó una reyerta entre el hijo de Adulfo y uno de los concurrentes. El primero sacó rápidamente su espada y quiso atravesar con ella el cuerpo de su amigo; pero le falló el pulso, y el arma fue a atravesar el corazón de su propio padre, que quedó muerto en el acto. Una exclamación de horror salió entonces de labios de todos los concurrentes; pero no tuvieron tiempo a reaccionar, porque, acto seguido, un rayo cayó sobre el castillo, derrumbándolo con gran estruendo y sepultando a los invitados bajo el peso de sus enormes sillares. Cuenta la leyenda que todos murieron entre los escombros y que sus almas fueron conducidas al infierno.
Una noche, cuando volvía del templo, se encontró junto a su mísera guarida a un apuesto caballero, ricamente ataviado, que con gesto tranquilo esperaba junto a su caballo. A su lado descansaba una doncella de deslumbrante hermosura, que, a juzgar por sus ricas vestiduras, debía de pertenecer a su misma alcurnia. Se acercó el ermitaño a ellos, y el caballero, tomando la palabra, le hizo saber que su fama de santidad había llegado a sus oídos, y deseaba pedirle, como favor especial, que cuidase de su hermana hasta tanto él regresase de la guerra; su extrema juventud y belleza constituían en el mundo un peligro, que él tenía la obligación de evitar.
No sabiendo negar el buen hombre el favor que se le pedía, aceptó el encargo y se comprometió a cuidar de ella con la misma solicitud de un padre. Sonrió, agradecido, el noble caballero y, como última petición, rogó al penitente que bautizara a la doncella. Después montó en su negro caballo y desapareció al galope en el horizonte.
No pudo sospechar el padre Adulfo que el apuesto caballero que acababa de visitarle fuera el propio Satanás, que, pesaroso de su santidad, le había traído para tentarle a la más encantadora de las diablesas. En pocos días, ella supo captarse con su artero proceder la simpatía del penitente, y éste, en menos de lo que cabía esperar, olvidó sus votos de castidad y se unió a ella. Dejó desde entonces de rezar sus cotidianas oraciones, y no volvió más a la ermita para encender la luz del santuario.
Buscando un lugar más agradable donde vivir, se fueron ambos a aposentar en un viejo castillo abandonado. Antes de un año, la diablesa dio a luz un niño tan hermoso y perverso como ella, que creció destinado a ser el más encarnizado enemigo de la Cruz.
El antiguo ermitaño, olvidado por completo de la fe, vivió muchos años en la íntima compañía de aquellos dos seres, a los que se asemejaba más cada día. Iba ganando en alegría y en deseos de divertirse; cada vez gustaba más de los goces materiales y no desdeñaba ninguna ocasión en que se le brindase cualquier placer corporal. Una noche se le ocurrió organizar, en compañía de su hijo y de la diablesa, una gran fiesta, en la que la comida, y sobre todo el vino, corrieron en abundancia. Reunió en el castillo a varios amigos, y hasta el amanecer estuvieron todos bebiendo en medio de una escandalosa orgía. En esta situación se encontraban, cuando la excitación del alcohol provocó una reyerta entre el hijo de Adulfo y uno de los concurrentes. El primero sacó rápidamente su espada y quiso atravesar con ella el cuerpo de su amigo; pero le falló el pulso, y el arma fue a atravesar el corazón de su propio padre, que quedó muerto en el acto. Una exclamación de horror salió entonces de labios de todos los concurrentes; pero no tuvieron tiempo a reaccionar, porque, acto seguido, un rayo cayó sobre el castillo, derrumbándolo con gran estruendo y sepultando a los invitados bajo el peso de sus enormes sillares. Cuenta la leyenda que todos murieron entre los escombros y que sus almas fueron conducidas al infierno.
(Vicente García de Diego)