Junto a los múltiples y diversos edificios que constituyen el antiguo alcázar de los reyes de Taifas granadinos, se alza un palacio cristiano, espléndido por su bella y noble traza; es el palacio del emperador, mandado construir por Carlos V. En su majestuosidad, parece querer igualar a las filigranas de la arquitectura árabe, o, aún más, sobrepujarlas. Sin embargo, tan hermosa mansión está sin terminar.
Cuenta la tradición que, enamorados Carlos V y su esposa la reina doña Isabel de Portugal de tan bello lugar, quisieron dejar allí una casa propia, dispuesta para los pocos momentos de descanso que los muchos quehaceres del reinar y gobernar sus inmensos territorios les permitiera.
Pero, a pesar de este deseo regio, no se consiguió dar fin a la obra, parecía como si sobre ella pesara alguna maldición. Y, en efecto, no sólo era una maldición, sino muchas: las de todos los musulmanes arruinados por su causa.
Entre las muchas órdenes dadas por los reyes, fue prohibido el uso del traje árabe. El efecto causado por tal disposición, una vez que fue conocida por todos, no pudo ser mayor, al mismo tiempo que los sumió en una inmensa tristeza. De todo lo ordenado, lo que les hería más, y que admitirlo significaba deshonrarse, era el no poder vestir a la usanza mora, tal como se venía haciendo desde sus más antiguos antepasados. ¿Cómo conseguir su anulación?
* * *
Vivía entre la población musulmana un anciano venerable, respetado y considerado entre ellos como un jefe. Se llamaba Abul-Aswad y tenía una considerable fortuna. Su hija, Haraxa, era la más bella entre todas las bellas y prometida del valiente y gallardo Abd-el-Melek. La boda iba a realizarse en breve y los dos jóvenes esperaban impacientes su fecha. Por entonces tuvo lugar la promulgación de la orden por el emperador y ello deshizo la felicidad de esta familia.
Consultado y estudiado el caso por Abul-Aswad, se determinó, como último recurso, entregar al emperador todas sus riquezas. Abul-Aswad iría como embajador, presentándolas y dándole cuenta de su misión. Inmediatamente después se asomaría al mirador de la plaza de los Aljibes. Si había tenido éxito su embajada, aparecería con el turbante: ello significaba la miseria para todos y, por consiguiente, la imposibilidad de la boda de su hija; pero, a pesar de todo, también significaría seguir llevando aquellas ropas sagradas y con las cuales permanecerían siendo dignos sucesores de Mahoma. Si la propuesta había sido rechazada, llevaría quitado el turbante, su hija podría contraer matrimonio; pero no sería ya una musulmana, como lo habían sido su madre y todos los suyos.
El plan fue realizado tal como se había pensado. Recibido Abul-Aswad por el emperador, consideró éste que el castigo que los árabes se infligían a sí mismos ya era suficiente: pobreza absoluta, y, además, por otro lado, sus ojos no pudieron por menos de alegrarse al contemplar tanto oro y pensar en el soñado palacio. ¡Sería para su construcción!
La orden fue revocada y Abul-Aswad, entristecido hasta el alma, pensando en su adorada hija, se asomó al mirador de los Aljibes, parándose un rato y dejando que el aire agitara el largo velo de su turbante. Inmediatamente después salía para su casa-, parecía que los pies no le querían llevar, tanto temía el encuentro con Haraxa y Abd-el-Melek.
Pero antes de llegar salieron a su encuentro algunos amigos, que le contaron lo que había sucedido. Abd-el-Melek, no pudiendo resignarse a perder a su bien amada, se había dado muerte, y Haraxa, al verlo, perdió la razón. Era ahora ella la que venía corriendo, con los cabellos sueltos y desordenados.
-¡Padre mío, corre, corre! ¡Vamos a casarnos Melek y yo! ¡Anda! ¡No te detengas; es preciso que vengas a las bodas!
¡Pobre loca! Todo esto le costó al viejo Abul-Aswad la fidelidad a sus mayores.
Poco tiempo después se empezó la construcción del palacio. En torno a él vaga siempre, como alma en pena, un viejecito andrajoso que apenas puede mantenerse en pie. Parece representar toda la pobreza de su pueblo. Y, sin embargo, no hubo dinero bastante para terminarlo. Estaba mojado en demasiadas lágrimas, y se deshizo.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
Cuenta la tradición que, enamorados Carlos V y su esposa la reina doña Isabel de Portugal de tan bello lugar, quisieron dejar allí una casa propia, dispuesta para los pocos momentos de descanso que los muchos quehaceres del reinar y gobernar sus inmensos territorios les permitiera.
Pero, a pesar de este deseo regio, no se consiguió dar fin a la obra, parecía como si sobre ella pesara alguna maldición. Y, en efecto, no sólo era una maldición, sino muchas: las de todos los musulmanes arruinados por su causa.
Entre las muchas órdenes dadas por los reyes, fue prohibido el uso del traje árabe. El efecto causado por tal disposición, una vez que fue conocida por todos, no pudo ser mayor, al mismo tiempo que los sumió en una inmensa tristeza. De todo lo ordenado, lo que les hería más, y que admitirlo significaba deshonrarse, era el no poder vestir a la usanza mora, tal como se venía haciendo desde sus más antiguos antepasados. ¿Cómo conseguir su anulación?
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Vivía entre la población musulmana un anciano venerable, respetado y considerado entre ellos como un jefe. Se llamaba Abul-Aswad y tenía una considerable fortuna. Su hija, Haraxa, era la más bella entre todas las bellas y prometida del valiente y gallardo Abd-el-Melek. La boda iba a realizarse en breve y los dos jóvenes esperaban impacientes su fecha. Por entonces tuvo lugar la promulgación de la orden por el emperador y ello deshizo la felicidad de esta familia.
Consultado y estudiado el caso por Abul-Aswad, se determinó, como último recurso, entregar al emperador todas sus riquezas. Abul-Aswad iría como embajador, presentándolas y dándole cuenta de su misión. Inmediatamente después se asomaría al mirador de la plaza de los Aljibes. Si había tenido éxito su embajada, aparecería con el turbante: ello significaba la miseria para todos y, por consiguiente, la imposibilidad de la boda de su hija; pero, a pesar de todo, también significaría seguir llevando aquellas ropas sagradas y con las cuales permanecerían siendo dignos sucesores de Mahoma. Si la propuesta había sido rechazada, llevaría quitado el turbante, su hija podría contraer matrimonio; pero no sería ya una musulmana, como lo habían sido su madre y todos los suyos.
El plan fue realizado tal como se había pensado. Recibido Abul-Aswad por el emperador, consideró éste que el castigo que los árabes se infligían a sí mismos ya era suficiente: pobreza absoluta, y, además, por otro lado, sus ojos no pudieron por menos de alegrarse al contemplar tanto oro y pensar en el soñado palacio. ¡Sería para su construcción!
La orden fue revocada y Abul-Aswad, entristecido hasta el alma, pensando en su adorada hija, se asomó al mirador de los Aljibes, parándose un rato y dejando que el aire agitara el largo velo de su turbante. Inmediatamente después salía para su casa-, parecía que los pies no le querían llevar, tanto temía el encuentro con Haraxa y Abd-el-Melek.
Pero antes de llegar salieron a su encuentro algunos amigos, que le contaron lo que había sucedido. Abd-el-Melek, no pudiendo resignarse a perder a su bien amada, se había dado muerte, y Haraxa, al verlo, perdió la razón. Era ahora ella la que venía corriendo, con los cabellos sueltos y desordenados.
-¡Padre mío, corre, corre! ¡Vamos a casarnos Melek y yo! ¡Anda! ¡No te detengas; es preciso que vengas a las bodas!
¡Pobre loca! Todo esto le costó al viejo Abul-Aswad la fidelidad a sus mayores.
Poco tiempo después se empezó la construcción del palacio. En torno a él vaga siempre, como alma en pena, un viejecito andrajoso que apenas puede mantenerse en pie. Parece representar toda la pobreza de su pueblo. Y, sin embargo, no hubo dinero bastante para terminarlo. Estaba mojado en demasiadas lágrimas, y se deshizo.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)