El relieve de la sierra de las Mamblas y de los áridos montes que caracterizan el valle del río Arlanza está definido por aparatosas estructuras calcáreas sobre las que se asientan enormes extensiones de sabina albar. Formas caprichosas, pintadas eternamente de verde y modeladas por elementos antojadizos que han reservado el territorio en exclusiva para la vieja, rugosa y áspera sabina. Según algunos autores el sabinar milenario del Arlanza se puede considerar el mejor conservado de todo el planeta. Llegar hasta los troncos de las viejas sabinas que superan los dos mil años de vida no es sencillo. Por algún extraño motivo, que únicamente conoce este mitológico árbol, los ejemplares más curiosos, viejos y sorprendentes, los que han estado creciendo tranquilamente durante siglos viendo pasar en silencio pueblos, héroes e imperios, están en los rincones más desamparados del bosque o en los cantiles cimeros de las montañas. Lugares sin guía ni camino a los que se llega por terrenos pedregosos y deformes que no permiten un paseo tranquilo y sosegado. Cada pisada hay que mirarla, y cada vistazo al paisaje hay que pararse para no tropezar, pero entretenerse en el bosque es fácil porque siempre hay buitres leonados a los que seguir en sus planeos y curiosos árboles para descubrir. Y está el río y su vega, plagada de chopos, sauces y abedules; y los cielos, cargados de nubes y horizontes; y la ilusión por convivir con el bosque durante una parte de su existencia, una vida tan lenta y callada que casi parece eterna. Los sabinares del río Arlanza y sus paisajes forman parte inseparable de la mitología castellana. En estos bosques de aspecto abandonado y alejados de casi todas partes, se han librado legendarios torneos medievales para decidir la posesión de una doncella o el destino de una fortaleza. En las sosegadas aguas del río se han reflejado los rostros de hombres guerreros, de santos eremitas y de caballeros andantes.
(Juan José Alonso)