Existía, hace muchos años, un rey joven y apuesto, que no había encontrado aún una mujer capaz de despertar su amor, aunque le habían presentado las más bellas princesas casaderas de todos los reinos vecinos. Ninguna había conseguido enamorarle, pues les encontraba a todas mil defectos.
Su placer favorito era la caza, a la que dedicaba todos los ratos libres que le dejaban sus asuntos de Estado. En una cacería en que iba, como siempre, acompañado de nobles caballeros y seguido por los monteros y perros, se internó en la espesura del monte, y allí encontró a una pastora de extraordinaria belleza cuidando su rebaño que pastaba en un verde ribazo, y, al verla, quedó enamorado de ella. Acercóse el rey a hablarle, y le preguntó cómo se llamaba, al tiempo que alababa su gran hermosura. Ella contestó que Griselda, y respondió a todo con tal discreción, que el rey, que no había estado nunca enamorado, sintió abrasarse de amor y le propuso hacerla su esposa, declarándole el sentimiento que había nacido en su alma. Ella aceptó, y el rey le impuso como previa condición a su boda que tenía que obedecerle ciegamente a cuanto él le mandara, sin que de sus labios saliera una queja, aunque le viera hacer las más extrañas cosas. La pastora se comprometió a cumplirlo y fue conducida a palacio y vestida con magníficos trajes de brocado de oro. Las bodas se celebraron con toda pompa y esplendor, y a la ceremonia acudieron todos los nobles del reino.
Muy feliz transcurrió el primer año de matrimonio para la pastora y el rey. Al cabo de él, la reina dio a luz un niño, y el rey le dijo: «Siento decirte que tengo que matar al niño que acaba de nacer, porque un rey no puede tener descendencia con una pastora».
La madre quedó horrorizada al oírlo; pero recordó la condición que ella había aceptado antes de su boda, y dominando su dolor, replicó:«Vuestro hijo es; haced de él lo que queráis».
El rey tomó al niño de brazos de su madre y se lo entregó a un servidor para que lo mataran. Griselda quedó muerta de angustia, pero sin proferir una queja.
La pastora siguió obedeciendo ciegamente los mandatos de su esposo, y pasado el segundo año, nació una niña. El rey, al verla, dijo: «He de mandar matar también a tu hija, porque mi reino se opone a que yo mezcle mi sangre real con la de una pastora».
A lo que Griselda, haciendo esfuerzos inauditos para contener su pena, respondió: «Cúmplase vuestra voluntad, que hija vuestra es».
Y unos servidores de palacio sacaron a la niña de la habitación de la madre, que quedó desolada, pero sin que nadie le oyera un solo lamento.
Pasaron varios años de sumisa obediencia de Griselda a su esposo. Éste le dijo un día que tenía que abandonar el palacio y marcharse de nuevo a su cabaña, porque los nobles se oponían a que estuviera casado con la pastora. Ella aceptó con paciencia y salió de palacio y fuese hacia el monte, donde volvió a su antigua vida de pastora, cuidando el ganado y vestida con los humildes trajes de soltera, resignada con su triste suerte.
El rey anunció sus nuevas bodas, y pronto cundió la noticia por todas partes; también llegó a la cabaña de la pastora, que la recibió serenamente.
La víspera de la boda real llegaron a la majada del monte unos criados de palacio para hablar con la pastora, a la que transmitieron la orden del rey, su señor, de que fuera a servir en el banquete nupcial. La pastora obedeció y se dejó llevar por los criados al regio alcázar. Allí encontró al rey y a todos los invitados a la boda, que iban a celebrar su convite; a la derecha del monarca estaba sentada una bellísima princesa; a su izquierda, un apuesto mancebo, y alrededor todos los nobles del reino. Cuando apareció la pastora, el soberano le mandó acercarse y, haciéndole contemplar a la princesa, le dijo:«¿Te parece guapa mi nueva esposa?». «Señor: si a vos os parece hermosa, a mí mucho más todavía.» El rey dijo: «Pues abrázala, porque es tu hija. Y este joven que está aquí, a mi izquierda, es también hijo tuyo. Ahora ve a vestir otros trajes más ricos y ven a sentarte a mi lado, porque tú has sido y serás siempre mi única y amada esposa».
Griselda fue conducida al regio aposento; vistiéronla con un maravilloso traje de oro y pedrería, y, volviendo de nuevo a la sala del festín, se sentó a la derecha del monarca, su esposo. Éste refirió cómo había entregado a los niños recién nacidos a una hermana suya para que los educara con todo esmero, como correspondía a unos príncipes de su estirpe real. Los niños habían crecido en un magnífico palacio rodeado de jardines, e instruidos por sabios maestros en el conocimiento de todas las ciencias, hasta alcanzar una cultura digna de unos futuros reyes.
Luego pidió perdón a su esposa por haberla querido probar, dando ella tan magníficas pruebas de paciencia y de abnegación, que debieran ser imitadas por todas las esposas para asegurar la felicidad en sus matrimonios, y la presentó a los nobles como ejemplo de virtud conyugal.
(Vicente García de Diego)