Dice la leyenda que san Eloy, que era el más humilde de los hombres, tenía, no obstante, una gran vanidad por lo que se refería a su profesión de herrero. Poseía un taller montado con todos los perfeccionamientos, y tenía asimismo la pretensión de que en él se hacían las mejores herraduras del reino.
Siempre, cuando hacía una herradura, la mostraba a todos y decía que nadie era capaz de hacerla con tanta perfección.
Dios, que le había colmado con tantas virtudes, no quiso que alimentara por más tiempo aquel gran defecto, y le dio la siguiente lección:
Eloy tenía en la puerta de su herrería un letrero que aseguraba que él era el mejor herrero de la comarca. Un día se presentó en la herrería un hombre que, después de leer el letrero, preguntó por el amo de la fragua.
Salió Eloy y preguntó al hombre qué deseaba. Díjole éste que ya podía quitar aquel letrero, porque acababa de llegar a la comarca un herrero que trabajaba mucho mejor que él.
Eloy se rió primero y se indignó después. Preguntó al forastero quién era aquel que aseguraba que era capaz de trabajar mejor que él.
El hombre descolgó el letrero, lo puso en un rincón y dijo que el herrador capaz de hacer una herradura mucho mejor que él, y además sin molestar al caballo en lo más mínimo, era él mismo. Eloy, ofendido en su amor propio, contestó que no bastaba con decir las cosas: había que demostrarlas.
En aquel momento llegó a la herrería otro hombre que traía un caballo al que había que herrar.
El primero, tal vez pensando que nunca mejor ocasión que aquélla para demostrar lo que había dicho, pidió a san Eloy que le dejara a él herrar aquel caballo.
El dueño no quería, en principio, pues aseguraba que su caballo era muy rebelde y que no toleraría otras manos que las de Eloy, a quien estaba acostumbrado.
Eloy, satisfecho con la contestación de su parroquiano, iba a coger el caballo, cuando el forastero se interpuso y aseguró que sería él quien herrara el caballo.
En el acto, y sin que ninguno de los presentes se atreviera a oponerse a ello, el hombre aserró la pata del animal sin que éste diera señales de sentirse lastimado. Eloy y el dueño del caballo quedaron mudos de asombro. El forastero herró tranquilamente la pata cortada del caballo y, cuando hubo terminado, se acercó al animal y, colocándole el pedazo de pata con el casco herrado, lo pegó con toda perfección.
Hecho esto, saludó cortésmente a Eloy, y se alejó tan tranquilo.
Éste meditó un buen rato sobre el suceso, y comprendió la lección que Dios había querido darle por su vanidad.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)