Hubo una época en Luarca en que la tragedia y el llanto unificó a todos los vecinos en un mismo dolor común. Poco a poco empezaron a desaparecer misteriosamente, y sin dejar la menor huella, hombres, mujeres y niños, sin que se pudiera adivinar la causa. En una ocasión se encontró un trozo del vestido de una de las víctimas; pero no sirvió para proporcionar el menor rastro a los vecinos. El pánico de todos iba creciendo, en espera de la nueva víctima que había de elegir el desconocido criminal, sin que nadie pudiera poner coto a tan alarmante situación.
Cada día más horrorizados, los habitantes de Luarca acudieron devotamente a la capilla de la Virgen, para pedirle que pusiera fin a tanta desdicha. Después de muchas rogativas, la Virgen les reveló que la guaxa, espíritu maligno de la cueva Blanca, era la causante de todas sus desgracias, y que debían conjurarla llevando su imagen hasta la misma guarida.
Al otro día, todos los vecinos de Luarca marcharon en procesión hacia el lugar, llevando en andas la imagen de la Virgen. Con paso lento, llegaron a la altura de la cueva Blanca, y no bien penetraron en ella, se escuchó un agudo silbido en su interior, seguido de una serie de extraños ruidos: la guaxa había abandonado la cueva.
Los vecinos, entonces, se adentraron hasta lo más profundo de ella, y allí se hallaron con el horrible espectáculo de todas las víctimas desaparecidas, cuyos cuerpos, en estado de descomposición, colgaban, como trofeos, de las paredes. Entre llantos y patéticas escenas, fueron descolgados, para darles santa sepultura.
Desde entonces, Luarca recobró su habitual normalidad, y dicen que ninguna otra guaxa volvió jamás a aposentarse en aquellos alrededores.