En la localidad de Abeo era muy conocida de todos una pobre mujer que había llevado una existencia desordenada, con un sinfín de aventuras amorosas, fruto de las cuales se le conocían siete hijos. No obstante, la propia vida, con sus naturales amarguras, le había hecho purgar de sobra todos sus pecados. Cuando llegó a la vejez, se encontró sola y abandonada. Sus siete hijos, huyendo de su miseria, la habían abandonado uno a uno, y en cuanto a los vecinos y conocidos del pueblo, nadie intentó nunca ayudarla, ni siquiera consolarla en su desdicha.
Un día la pobre vieja se sintió enferma y tuvo que guardar cama. La falta de cuidados y la pobreza de que se veía rodeada agravaron su enfermedad, hasta hacerla entrar en la agonía. Sólo entonces se acercaron a su casa algunos curiosos de los alrededores, atraídos por la novedad del acontecimiento. Entre ellos llegó un buen hombre, que, al comprender que la enferma duraría pocas horas, se apresuró a ir en busca de un sacerdote que le pudiera administrar los últimos sacramentos. El religioso, al escuchar la noticia, no se conmovió lo más mínimo: sabía quién era aquella mujer y estaba bien seguro de su condenación. Así, pues, manifestó al buen hombre que no tenía intención de ir hasta allí, porque todo sería en vano.
Volvió el vecino hasta la casa de la enferma, deprimido por la tristeza y el desaliento, al no poder hacer nada por su alma. Obsesionado con la idea de la muerte, se sentó junto a la enferma y estuvo atento a sus últimas necesidades materiales. No tardó mucho en sumirse en un profundo letargo y expirar. Entonces, el buen hombre, viendo que aquella mujer, rodeada de miseria y falta de caridad no iba a poder ser enterrada, fue otra vez a casa del cura para pedirle que dispusiera la manera de enterrar a aquella desgraciada. El sacerdote, tenaz en la idea de que estaba condenada, le contestó que el cuerpo de aquella pecadora era indigno de un santo entierro y que, por lo tanto, debían llevarla cuanto antes a la laguna más próxima y arrojarla allí.
Decepcionado nuevamente el buen hombre, corrió a casa de la muerta y comunicó a los curiosos allí presentes lo que había ordenado el señor cura. Tres hombres de los más fuertes envolvieron el cuerpo en una sábana y marcharon con él hasta la próxima laguna, a la que sin ningún respeto fue arrojado.
Pocos días después, un mozo que paseaba de noche por aquellos lugares vio sobre el lago siete hachas derechas y luminosas, que parecían estar ardiendo. Sin comprender el significado de aquello, dudando de sus propios ojos, relató a un amigo suyo lo ocurrido y le rogó que le acompañase hasta la laguna, por si se repetía el fenómeno. Aceptó éste la invitación, y los dos marcharon al lago cuando ya era noche cerrada. Al llegar a la pasadera, vieron, en efecto, las siete hachas encendidas. Recordaron entonces los dos amigos que allí había sido arrojado el cadáver de una pobre pecadora a la que todos creyeron condenada, y que probablemente aquellas siete hachas eran el símbolo de sus siete hijos. Angustiados por el sentido oculto que pudiera tener todo aquello, fueron juntos a la mañana siguiente a visitar al señor cura para explicarle la repetida aparición de las siete hachas. El sacerdote no pareció prestarles mucha atención; pero los muchachos insistieron en que debía darse santa sepultura al cuerpo de aquella mujer. Sin obtener respuesta a este ruego, salieron de allí los dos amigos, dejando al cura inquieto ya en cierto modo.
Llegó la noche, y cuando se disponía a descansar, el sacerdote se vio sorprendido por la visita de un arrogante mozo que se presentó como el hijo mayor de la mujer arrojada al lago, y le hizo saber que su madre no se había condenado, como él creyera, y que merecía, por lo tanto, santa sepultura.
El sacerdote, entonces, comprendió su error por haber querido juzgar con su estrecho criterio humano la vida del prójimo, y al otro día se precipitó a dar órdenes para que el cadáver de aquella mujer fuera extraído del lago y enterrado en lugar santo. Todo lo dispuesto se llevó a cabo en pocas horas, y el cura, ya más tranquilo con su conciencia, regresó a su casa. A los pocos minutos se le presentó de nuevo otra vez el hijo mayor de la muerta, que con gesto menos grave le preguntó a cuánto ascendían los gastos del entierro, para abonárselos. El sacerdote, queriendo hacer méritos ante el Señor para que le fueran perdonadas sus faltas, le manifestó que tenía un especial interés en que todos aquellos gastos corrieran de su cuenta y que, por consiguiente, podía considerar como saldada la deuda. El muchacho, en el acto, salió de allí y nunca más se volvió a saber de su paradero. Y el señor cura, desde entonces, se hizo más humano y comprensivo con todos los pecadores.