"En la plaza Mayor, donde nos hemos detenido esta mañana para esperar la respuesta de un criado a quien mi prima envió con un mensaje cerca de allí, he visto a una mujer que vende rodajas de salmón y lo pregona desenfrenadamente. Molestaba con sus voces en elogio de la mercancía y por su insistencia en ofrecerla a todos los transeúntes. Al fin se acercó un zapatero y pidió una libra de salmón.
"-No habéis recurrido al mercado -le dijo la vendedora- porque os figuráis que mi salmón es cosa de poco precio, y cuesta un escudo la libra.
"El zapatero, indignado de que así se pregonara su pobreza, dijo en tono colérico:
"-En verdad, hoy desconocía el precio del salmón; si hubiese ido barato necesitaba una libra; pero ya que va caro, dadme tres.
"Alargó la mano para soltar sus tres escudos y se la llevó después al sombrerillo para encajárselo hasta las cejas. (Las gentes de oficio llevan el sombrero de alas recogidas, y las personas de calidad lo usan muy ancho de alas.) Luego se retorció las puntas del bigote, y con la mano puesta en el puño de la tizona, cuya contera levantó el vuelo de la raída capa, tomó su compra y volvió a su tienda mirándonos altanero, como si hubiese realizado una heroicidad y fuésemos testigos de su valor. Pero lo más curioso del caso es que, a buen seguro, aquel hombre no tendría más dinero; gastaba en salmón el jornal de ocho días, y aquella genialidad orgullosa debió tener por consecuencia que la familia del bravo español ayunara una semana, después de cenar una noche abundante pesca. Tal es aquí la gente. Algunos caballeros cogen unas patas de gallina y las dejan colgantes de tal modo que asomen por debajo de la capa, como si efectivamente llevasen una gallina, y lo que suelen llevar es hambre.
(Carlos Fisas)