Una noche de julio, allá por el año de gracia de 1693, el tejedor luán Martínez cantaba coplas de ronda a María, bella muchacha morena que le tenía sorbido el seso. Pero como la muchacha, después de haber cambiado con él algunas palabras en un baile, no quiso volver a verle, el mozo ponía en sus coplas frases alusivas a su desdén.
Aquella noche estaba María en su casa con su madre, mujer de aspecto hombruno, a la que su marido, al morir, no había dejado mal acomodada. Cuando la madre de la muchacha oyó las coplas del rondador, preguntó a su hija si correspondía al cariño del mozo. La joven contestó negativamente. Y entonces la mujer, molesta por las palabras mordaces que el tejedor tenía para el desprecio de su hija, decidió hacerle callar de una vez, y cogiendo un barreño lleno de agua, lo tiró a la cabeza del mozo y aun le amenazó con denunciarle al alcalde. Juan Martínez, al recibir la inesperada ducha de agua fría, dejó de cantar y se retiró hacia su casa, mas sin dejar de pensar en la bella joven.
María tenía, con todo, motivos para no corresponder al cariño del tejedor. Una vez, con motivo de las fiestas de Granada, fue a un baile que hicieron en su barrio y allí conoció al estudiante don Luis de Arias, hijo de un oidor de la chancillería. Ambos jóvenes se enamoraron, y desde entonces ninguno de los dos dejó de pensar en el otro.
Cuando llegó Juán Martínez a su casa, se quejó del desprecio de que le hacía objeto la muchacha a uno de sus amigos y éste le preguntó que si estaba seguro de que el corazón de la chica no estaba ocupado por ningún rival. Aquello abrió los ojos al tejedor, y a partir de aquel día no cesó de espiar la casa de María; si él no podía estar por sus alrededores, dejaba en su lugar a un muchacho. Y así pudo enterarse un día de que un embozado, con más trazas de hidalgo que de villano, se había detenido junto a la casa de la muchacha.
Al asomarse ella a la ventana, él le había tirado un ramo de claveles con un billete escrito. Poco después el caballero desaparecía de allí.
Juan Martínez no quiso saber más; con el corazón henchido de ira, decidió vengarse de la joven matando al caballero.
Mientras tanto, los amores de María y Luis fueron progresando. La muchacha contó a su madre lo que sentía por el estudiante y cómo era correspondida por él. La madre, tras de enterarse de la posición del joven y ver que era muy superior a la suya, decidió arreglar el matrimonio.
Para ello se fue un buen día a la casa del oidor, padre de don Luis, y tal maña se dio para lograr lo que se proponía, que el matrimonio quedó concertado entre los novios, a pesar de la desigual condición de ambos.
Desde entonces don Luis acompañaba a su prometida a todas partes. Ya se habían dicho las primeras amonestaciones, cuando una noche, al despedirse los jóvenes, María advirtió a su amante que no volviera solo a su casa; la noche era oscura y la calle estaba solitaria. Temía que pudiera ocurrirle algún mal; parecía que un extraño presentimiento así se lo anunciara, y ofreció al caballero que le acompañaran dos de los mozos del servicio de su madre. El joven hidalgo rechazó tal oferta y procuró tranquilizarla. No podía ocurrirle nada, y si alguien le salía al paso, llevaba una buena espada para defenderse. Dichas estas palabras, se despidió de su novia, y a continuación María pudo oír cómo resonaban sus pasos en la calleja, hasta que poco a poco se fue alejando de su vista. Entonces, obsesionada con la idea de que algún peligro le amenazaba, corrió tras él, dispuesta a socorrerle en lo que pudiera pasarle.
Don Luis caminaba tranquilamente, cuando al ir a doblar la esquina de cierta calle, escuchó un rumor de alguien que parecía seguirle. Se volvió, y pudo ver cómo se le iban acercando cinco hombres armados. Comprendió el peligro que le amenazaba y se guareció bajo una puerta, en cuyo dintel veíase un altarcito de la Virgen, alumbrada por un farolillo y hacia cuya imagen tenían gran devoción las mujeres que iban a un lavadero que estaba allí cerca.
Los cinco hombres armados se fueron acercando a don Luis. Al frente de ellos iba el tejedor Juan Martínez, dispuesto a tomar su venganza. El estudiante se dispuso a vender cara su vida. Ya se habían cruzado las espadas, cuando apareció María, que al contemplar la escena y darse cuenta del peligro que corría su novio, invocó en su auxilio a la Santísima Virgen, pidiéndole con todo fervor que salvara a su amante de tan crítica situación. En aquel momento la débil luz del farolillo que alumbraba a la imagen de la Virgen se hizo resplandeciente y dio de lleno en los rostros de los atacantes, tiñéndoles de un extraño color verdoso.
Los mozos, espantados, huyeron más que aprisa, abandonando las armas con que atacaran al joven estudiante. Éste fue hacia María, que se había desmayado, y con ella en brazos se dirigió a su casa.
Cuando la muchacha volvió en sí, dieron juntos gracias a la Virgen por haberles salvado, y pocos días después se celebraba su matrimonio.
Del tejedor nada volvió a saberse. Algunos dijeron que se fue para América.
Aquel suceso se divulgó pronto entre la gente de Granada, y desde entonces creció en aquel lugar la devoción a la Virgen del Lavadero.(Vicente García de Diego)