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El Abencerraje y Jarifa - Málaga

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Cabalgaba por los campos de Antequera el alcaide de esa ciudad y de Alora, Rodrigo de Narváez, acompañado de un grupo de sus caballeros. Habían salido a recorrer las vegas, en prevención de que algún grupo moro intentase talar los campos. Nada habían encontrado, y regresaban ya a la ciudad, cuando, de pronto, uno de los caballeros advirtió que a lo lejos se divisaban algunos jinetes que, por las vestiduras, semejaban ser musulmanes. Picaron espuelas los cristianos y se dirigieron contra los jinetes sospechosos. Eran, en efecto, moros de Granada, que al verse atacados se defendieron con gran fiereza; mas de nada les valió su valentía, pues al fin hubieron de declararse vencidos y entregarse prisioneros. Rodeados por los caballeros de Rodrigo de Narváez, fueron conducidos por el camino que llevaba a la ciudad. El alcaide observó que de entre los cautivos destacaba uno por la riqueza de sus vestiduras, por la gallardía de su presencia y también por el semblante dolorido que tenía. Y acercándose a él, le dijo:
-No habéis de poner tan mal semblante. En esta nuestra vida de algaras y luchas, unas veces toca vencer y otras ser vencido. Y aún más: vuestro honor ha quedado a salvo, porque tanto vos como los vuestros habéis luchado como valientes guerreros.
Mas el moro no contestó nada, sino que suspiró profundamente. De nuevo insistió Narváez en dar ánimos a su vencido enemigo, hasta que al fin éste le contestó:
-No lamento mi cautiverio, sino la suerte infeliz de mis ilusiones. Mi nombre es Abindarráez y soy de la raza de los Abencerrajes. Durante mi infancia fui criado en Cártama, viviendo en la casa del alcaide de la ciudad. Tenía ese alcaide una hija, Jarifa, con la que compartí mis juegos infantiles. Con los años, Jarifa fue haciéndose una dulce y hermosísima muchacha, y nuestro cariño de niños se hizo pasión de amantes. Pero cuando creíamos que era llegada la hora de nuestro enlace, el rey ordenó que el padre de Jarifa pasase a Coín, y yo quedé solo y lleno de tristeza en Cártama. Hace unos días llegó a mi casa un mensajero de Jarifa, diciéndome, de parte suya, que me esperaba en Coín para que nos casásemos en secreto. Figuraos cuál sería mi júbilo al saber que por fin iba a terminar nuestra separación. Vestí mis mejores ropas, escogí mi mejor caballo y acompañado de unos amigos y criados partí para Coín Pero ¡ay, qué vanamente tejemos ilusiones! El encuentro con vosotros, la lucha y mi vencimiento hacen imposible, una vez más, que pueda realizarse lo que Jarifa y yo deseamos. Ahora, ella esperará en vano, y la desesperación, al creerme muerto, la matará. Ved si no es causa suficiente todo esto para que mi ánimo esté sombrío y triste.
Narváez, emocionado ante la desdicha de su prisionero, tomó la decisión de remediarla en lo que pudiera, y le dijo:
-No hay que acatar los fallos de la fortuna cuando pueden repararse. Veo que sois de noble sangre, y quiero poner mi fe en vos. Os doy libertad para que vayáis a Coín a encontraros con vuestra amada, y después habréis de regresar a nuestro campo para entregaros como cautivo.
Inmensa fue la alegría de Abindarráez, que descendió del caballo y quiso echarse a los pies de Rodrigo de Narváez, lo que impidió éste, exhortándole a que marchara al punto. Así lo hizo el moro, y cabalgando a todo galope, llegó a Coín, en donde Jarifa ya esperaba, presa de la mayor impaciencia. Contóle lo sucedido, y, una vez que celebraron sus esponsales, salieron ocultamente en dirección a Alora.
No como cautivos, sino como huéspedes, recibió Rodrigo de Narváez a Jarifa y Abindarráez. Todos los cristianos estaban admirados de la belleza, la discreción y el encanto de Jarifa, y la apostura y nobleza del joven abencerraje. Éstos temían aún el castigo del padre de la doncella, al que suponían irritado por la unión y la fuga de los amantes. Así que Narváez mandó mensajeros al rey de Granada, relatándole todo el caso y pidiéndole que interpusiera su influencia cerca del alcaide de Coín para que perdonara a su hija. El rey moro, conmovido y llevado por su cariño a Abindarráez, ordenó al padre de Jarifa que se presentase ante él, y le pidió que concediera su perdón a los fugitivos. El perdón fue concedido, y así les fue comunicado a los mensajeros de Narváez.
Juntos estaban los amantes en el jardín del alcaide de Alora, meditando lo que les reservaría el porvenir, cuando Rodrigo, con el semblante muy alegre, llegóse a ellos para decirles:
-Han venido cartas de Granada por las que estáis perdonados. Yo no quiero ser menos generoso, y os concedo la libertad. Podéis marchar en cuanto mis hombres os preparen caballos y escolta.
Abindarráez y Jarifa, con los ojos llenos de lágrimas, besaron las manos del generoso alcaide, agradeciéndole todo lo que por ellos había hecho. Y una vez que fueron despedidos por todos los que habían quedado prendados de su juventud y belleza, marcharon hacia Coín, acompañados y agasajados por Narváez y sus caballeros hasta la misma frontera.
Días después llegaron unos emisarios de Abindarraez trayendo a Narváez seis mil escudos y unos hermosísimos caballos, presentes que el  moro hacía a su vencedor y libertador. Mas Rodrigo, galantemente, rehusó el rescate y el obsequio mandando a los moros que se lo llevasen de nuevo y diciendo que él no acostumbraba a robar damas, sinó servirlas y honrarlas.

(Vicente García de Diego)

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