Lucinda García fue donde su tía, la señora Andrea do Carrizo, a buscar una docena de huevos bien galleados, que tenía una gallina clueca, una gallina de cuello pelado, que daba muy buena madre. Se entretuvieron tía y sobrina comentando las cosas de la aldea, y con la tarde se pusieron unas nubes, que como por allí suele en aquel tiempo, traen una ligera tormenta con lluvia. La señora Andrea le ofreció a Lucila un paraguas que tenía.
—¡Lleva el paraguas por si acaso! ¡Lo estrené en la boda de tu primo Severino!
Lucila aceptó el paraguas, y se fue con los huevos camino de su casa, pensando en no más llegar en acostar la clueca famosa. Al llegar a la vuelta de Melín empezó a llover. Vino súbita la lluvia, medio granizo. Lucila posó la cesta de los huevos en el suelo e intentó abrir el paraguas, pero no lo lograba. La lluvia arreciaba, y el paraguas, por mucho que Lucila forcejeaba, no se abría.
—¡Abrete, condenado! —gritó Lucila, haciendo un último esfuerzo.
—¡No me abro! —respondió el paraguas— ¡No me mojo por nada de este mundo!
La voz era de hombre, más bien gruesa, y prendía algo en las emes.
—¡Ábrete que me mojo!
—¡No! —Insistió el paraguas— ¡Además, que aún no estoy pagado!
Y no se abrió. Lucila llegó a su casa, como se dice en el país «mollada como un pito». Puso el paraguas en un rincón del portal y se fue a acostar la clueca a la cocina. Al terminar fue a ver si el paraguas se había movido, y lo encontró abierto.
—¿De modo que te abriste? —le preguntó, airada, al paraguas.
El paraguas se cerró solo y se subió a la percha, colgándose junto a la gabardina del marido de Lucila.
—Es que no estoy pagado —comentó—, y esto me avergüenza. Yo estaba muy bien en el escaparate de la tienda, en el Toural, en Santiago, con un letrero que decía «Seiscientas veinte pesetas», y ya me tenía echado el ojo la mujer de un médico, para regalárselo a este el día de su santo. Ya me había manoseado, abierto y cerrado. Una señora muy perfumada. Y en esto que viene tu tía, me compra casi sin verme, y me deja a deber. Bueno, es de confianza de la tienda, y tiene crédito, pero me deja a deber, y me lleva a una boda, y después me cuelga al lado de un paraguas viejo y remendado. ¿Por qué me trata a mí así la vida?
Dijo esto último con acento tan lastimero, que Lucila se echó a llorar. Lo cual debió de conmover al paraguas.
—¡No te pongas así! ¡Si quieres me sacas ahora a la era, me abres y me dejo mojar, que contra ti yo no tengo nada! ¡Pareces compasiva! ¡Si te perfumaras como la señora del médico de Santiago!
Lucila le tuvo miedo al paraguas, el cual se había bajado de la percha, y se movió alrededor de ella, rozándose contra su cuerpo.
—¡Estate quieto, que viene ahí mi marido! —le dijo al paraguas.
El cual se volvió para la percha. Al día siguiente se lo devolvieron a la señora Andrea.
—Dice que no se abre ni se moja, que no está pagado —dijo Lucila.
—Non lle fagas caso!—comentó la señora Andrea do Carrizo— ten esa teima!
Y colgó el paraguas en el perchero, junto al paraguas viejo, sin darle la menor importancia al asunto.
(Alvaro Cunqueiro)