Louro había hacho al servicio militar en Tetúan, y fué herido en una posición que se llama el Fondak de Ain Yedida, es decir, la Posada de la Fuente Fría. De esta herida quedó un poco cojo. En el hospital hizo amistad con un moro amigo, el cual tenía siempre debajo de la almohada un libro árabe que trataba de tesoros y cómo hallarlos. Estaban en el libro las señas de todos los tesoros de Marruecos, especialmente los de los alrededores de Fez. Según Louro, lo primero que hace un moro si encuentra un tesoro, es lavarse y luego lavar el tesoro. Después del lavado le pregunta al tesoro cómo se llama, y el moro dice al tesoro lo que pesa. Entonces el tesoro no tiene más remedio que entregarse y seguir al que lo ha hallado. Louro me decía que el moro amigo le aseguraba que el tesoro seguía al hallador como un perro.
—¡Mucho me gustaría ver a un perro hecho con monedas de oro seguir a un moro meneando el rabo!— le decía
A Louro de Parentes también le gustaría. Vaciaba su vaso de ribeiro en el mostrador de la taberna, me miraba y sonreía.
—¡Un perro de oro!—, repetía admirado.
Louro sostenía que los moros estaban pobres porque habían dejado sus dineros y joyas escondidos en Galicia, como se sabe por el Legítimo Libro de San Cipriano, más conocido por el Ciprianillo. Louro sospechaba que la propiedad en Galicia estaba mal garantizada, porque en cualquier momento podía, llegar en el tren un moro con un papel, y hacer un retracto. Louro describía muy bien la llegada del moro a La Coruña en el tren correo de Madrid, y luego, como en el Castromil, viajaba hasta Ordenes, comía algo e iba con su papel en busca de abogado para hacerse con fincas que fueron de sus abuelos, cuando la conquista da España.
—¡No habría, quien identificase las fincas!—, le decía yo.
Y Louro me contestaba:
—¡Menos mal que los abogados cristianos inventaron la prescripción! ¡Debían dar clase de ella en las escuelas!
En los últimos años de su vida, Louro, cojeando, iba al monte, y en toda peña, como si lo escuchase un tesoro escondido hace siglos por los moros, decía: —¡Date, que te lavo! ¡Pesas cuarenta y siete libras gallegas!
No se atrevía a decir el peso en kilos, porque los moros aún no tenían el sistema métrico decimal. Paro nunca de las rocas del monte salió la menor respuesta. Se decía que quizás porque el no era moro, y un día le preguntó a un cabo de la Guardia civil del puesto de Lalín, que había estado en Ceuta, qué era lo que tenía que hacer un cristiano como él para pasarse a Mahoma. Lo de circuncidarse no le hizo gracia ninguna. Con todo, hasta pocos días antes de su muerte seguía cojeando por los montes, gritando el ¡Date, que te lavo! Llevaba ya en cama sin conocimiento cerca de un mes, cuando salió del soponcio, y con una voz que ya no era de este mundo, dijo: —¡Date,hombre,que me muero!
Y se murió, sin que ningún tesoro le hiciese caso.
(Alvaro Cunqueiro)