50.000 almas enfervorecidas, que podía llegar a albergar el Coliseo de Roma, no se cansaban de jalear y vitorear las naumaquias o combates navales que solían escenificarse con cierta frecuencia sobre la arena de uno de los mayores iconos del antiguo imperio -precisamente fue una naumaquia con la que el emperador Tito inauguró el Coliseo de Roma en el año 80 de nuestra era-.
Pero aquellas batallas teatrales que enfrentaban a birremes, trirremes y cuatrirremes, y donde habitualmente luchaban los condenados a muerte o prisioneros de guerra, no solo tuvieron lugar hace más de dos mil años. Felipe IV recogió el legado y se acostumbró a organizar naumaquias en el estanque del Buen Retiro y la Casa de Campo durante el siglo XVII. El monarca español, amante de las representaciones espectaculares y con llamativos efectos visuales y sonoros, mandó acondicionar dichos lugares para recrear de manera ficticia los enfrentamientos en alta mar que mantuvieron siglos atrás cristianos e “infieles”. Dichas naumaquias apenas respetaban el argumento original de la historia porque el interés residía en mantener atónitos a los espectadores. Y a fe que lo conseguían gracias a funciones de más de seis horas repletas de inundaciones, lluvias de fuego, furiosas tempestades, terremotos o el desfile de centenares de comparsas y ejércitos. No se escatimaba en gastos.
Pero aquellas batallas teatrales que enfrentaban a birremes, trirremes y cuatrirremes, y donde habitualmente luchaban los condenados a muerte o prisioneros de guerra, no solo tuvieron lugar hace más de dos mil años. Felipe IV recogió el legado y se acostumbró a organizar naumaquias en el estanque del Buen Retiro y la Casa de Campo durante el siglo XVII. El monarca español, amante de las representaciones espectaculares y con llamativos efectos visuales y sonoros, mandó acondicionar dichos lugares para recrear de manera ficticia los enfrentamientos en alta mar que mantuvieron siglos atrás cristianos e “infieles”. Dichas naumaquias apenas respetaban el argumento original de la historia porque el interés residía en mantener atónitos a los espectadores. Y a fe que lo conseguían gracias a funciones de más de seis horas repletas de inundaciones, lluvias de fuego, furiosas tempestades, terremotos o el desfile de centenares de comparsas y ejércitos. No se escatimaba en gastos.
En ocasiones, las inclemencias metereológicas deslucían el acto. El 14 de junio de 1639 se tuvo que suspender una naumaquia que había pagado el Virrey de Nápoles porque, según narran las crónicas de la época, “se levantó tal ventolera que tiró luces y tiestos, y hubo miedo de que las góndolas (desde donde Felipe IV y los nobles de la Corte presenciaban los espectáculos) se hundieran con su Majestad dentro”. Siete días más tarde se escenificó con éxito aquella batalla.
Fue Valencia la ciudad española que acogió la última naumaquia conocida gracias a la aportación de las embarcaciones que hicieron los pescadores. Se llevó a cabo en 1755 para celebrar del tercer centenario de la canonización de Sant Vicent Ferrer. Los actos llenaron de luminarias y de vistosos altares las calles de la capital del Turia. En esta ocasión se simuló una batalla entre naves moras y cristianas entre los puentes del Real y de la Trinidad, con triunfo de estos últimos gracias a la ficticia aparición del santo.
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