Aquel día de otoño parecía un renuevo de la primavera. Veinte o treinta muchachas provistas de hoces cortaban los cimbreantes tallos de los helechos. En la parte más alejada de la extensión segada estaban cuatro jóvenes sentadas, descansando de la labor del día. Una de ellas, la más morena y vivaracha, estaba convenciendo a la más jovencita para que la acompañara por la noche a una reunión en lo alto del monte. Grachina, que éste era el nombre de la muchacha, se resistía a ir; pero ante la insistencia y amenaza de no volver con ella, accedió, y quedaron citadas a las nueve de la noche delante de la iglesia.
Urdax, pueblo donde habitaban las muchachas, yacía solitario como un cementerio. El reloj lanzó al espacio, una tras otra, nueve campanadas. De lado a lado de la plaza pasaron algunas sombras, se detuvieron ante la iglesia, gesticulando. El grupo se componía de once mujeres. Sin pronunciar palabra, se pusieron en marcha y treparon de prisa por las ásperas vertientes del monte.
De pronto el espacio se llenó de voces, las emanaciones del abismo centellearon, y por un instante el campo se bañó en lívidos resplandores: un enjambre de hombre y mujeres montados en cerdos, gallos y escobas, hendió los aires, dejando tras sí humo y olor a azufre y hollín.
La montaña, poco antes solitaria, habíase poblado de gente. Llegaron a una amplia meseta alfombrada de hierba. La concurrencia aquí era innumerable; estaban todos alrededor de una hoguera y llevaban enroscada en el cuello una víbora o prendido en el pecho un lagarto.
Grachina se encontró de pronto sola. Todos se habían aparejado hacia el centro de la meseta, donde había un trono de madera negra con dosel rojo y, sentado en él, un ser espantoso, medio hombre, medio chivo, con dos enormes y retorcidos cuernos y cubierto de lana lacia y áspera. A la izquierda tenía un campanario de madera, y a la derecha un tablado y una cruz toscamente formada con dos troncos de árbol.
El diablo —llamémoslo por su nombre— se puso en pie, y resonó una inmensa aclamación de entusiasmo, rindiéndole todos un vil y abyecto homenaje. Terminado éste, subieron al tablado dos hombres provistos de chistu y tamboril y tocaron unas danzas como nunca las había oído Grachina: vivas, excitantes; una especie de tentación carnal diluida en notas chillonas. Todos bailaban, lanzando alaridos, carcajadas y blasfemias; el trono vomitaba llamaradas rojizas que envolvían a los seres en una aureola infernal.
A una señal del diablo, la danza cesó. Y desde su trono preguntó si había algún neófito que quisiera profesar su religión. Hubo unos instantes de expectación general y dos de las muchachas amigas de Grachina se acercaron al centro del círculo. La morena, que por la mañana las había arrastrado a ir a aquel lugar infernal, habló presentando a la otra y contando sus malas acciones como méritos para ingresar en la nueva religión. El diablo, con siniestra sonrisa, le hizo jurar fidelidad a él, y dándole tres piedras, le ordenó que las tirara contra la cruz, maldiciéndola por ser signo de obediencia, caridad y abnegación. Había estado Grachina siguiendo esta escena con curiosidad mezclada de terror y repugnancia. Pero al oír blasfemar y ver la primera piedra rebotar en el santo leño de la cruz, musitó, horrorizada, una jaculatoria. Ésta, pronunciada a media voz, resonó en toda la montaña con un timbre cristalino. Un alarido inmenso y rabioso la contestó, y aquella impía y sacrílega chusma se despeñó monte abajo, quedando Grachina completamente sola.
Arrodillada delante de la cruz, lloraba y pedía perdón por sus pecados, encomendándose a la Virgen, que, conmovida por la pureza de su alma, mandó a un ángel en busca de ella para transportarla al cielo.
(LEYENDAS DE ESPAÑA de Vicente García de Diego)
Urdax, pueblo donde habitaban las muchachas, yacía solitario como un cementerio. El reloj lanzó al espacio, una tras otra, nueve campanadas. De lado a lado de la plaza pasaron algunas sombras, se detuvieron ante la iglesia, gesticulando. El grupo se componía de once mujeres. Sin pronunciar palabra, se pusieron en marcha y treparon de prisa por las ásperas vertientes del monte.
De pronto el espacio se llenó de voces, las emanaciones del abismo centellearon, y por un instante el campo se bañó en lívidos resplandores: un enjambre de hombre y mujeres montados en cerdos, gallos y escobas, hendió los aires, dejando tras sí humo y olor a azufre y hollín.
La montaña, poco antes solitaria, habíase poblado de gente. Llegaron a una amplia meseta alfombrada de hierba. La concurrencia aquí era innumerable; estaban todos alrededor de una hoguera y llevaban enroscada en el cuello una víbora o prendido en el pecho un lagarto.
Grachina se encontró de pronto sola. Todos se habían aparejado hacia el centro de la meseta, donde había un trono de madera negra con dosel rojo y, sentado en él, un ser espantoso, medio hombre, medio chivo, con dos enormes y retorcidos cuernos y cubierto de lana lacia y áspera. A la izquierda tenía un campanario de madera, y a la derecha un tablado y una cruz toscamente formada con dos troncos de árbol.
El diablo —llamémoslo por su nombre— se puso en pie, y resonó una inmensa aclamación de entusiasmo, rindiéndole todos un vil y abyecto homenaje. Terminado éste, subieron al tablado dos hombres provistos de chistu y tamboril y tocaron unas danzas como nunca las había oído Grachina: vivas, excitantes; una especie de tentación carnal diluida en notas chillonas. Todos bailaban, lanzando alaridos, carcajadas y blasfemias; el trono vomitaba llamaradas rojizas que envolvían a los seres en una aureola infernal.
A una señal del diablo, la danza cesó. Y desde su trono preguntó si había algún neófito que quisiera profesar su religión. Hubo unos instantes de expectación general y dos de las muchachas amigas de Grachina se acercaron al centro del círculo. La morena, que por la mañana las había arrastrado a ir a aquel lugar infernal, habló presentando a la otra y contando sus malas acciones como méritos para ingresar en la nueva religión. El diablo, con siniestra sonrisa, le hizo jurar fidelidad a él, y dándole tres piedras, le ordenó que las tirara contra la cruz, maldiciéndola por ser signo de obediencia, caridad y abnegación. Había estado Grachina siguiendo esta escena con curiosidad mezclada de terror y repugnancia. Pero al oír blasfemar y ver la primera piedra rebotar en el santo leño de la cruz, musitó, horrorizada, una jaculatoria. Ésta, pronunciada a media voz, resonó en toda la montaña con un timbre cristalino. Un alarido inmenso y rabioso la contestó, y aquella impía y sacrílega chusma se despeñó monte abajo, quedando Grachina completamente sola.
Arrodillada delante de la cruz, lloraba y pedía perdón por sus pecados, encomendándose a la Virgen, que, conmovida por la pureza de su alma, mandó a un ángel en busca de ella para transportarla al cielo.
(LEYENDAS DE ESPAÑA de Vicente García de Diego)