El señor de Andrade tenia pajes que le servían durante la paz y le acompañaban en la guerra. Era Nuño Freiré de Andrade de áspera condición, y tal, que sus vasallos le negaron más de una vez la obediencia. Tenia varios hijos varones, y una hija llamada Doña Teresa, de rostro hermoso como la luz de la luna que en las aguas de Puentedeume riela, de voz apacible, como la brisa que salta en verano desde Cabo Prior y La Coruña á los amenos ribazos y frondosas cañadas de la Marina.
Era paje de Nuño Freiré un joven de veinte de años, de blanco rostro, ojos azules y rubia cabellera que le llegaba hasta los hombros, en cuyo hermoso semblante y gallardísima apostura se advertía la sangre de aquellos normandos, reyes del mar, que más de una vez saquearon Galicia durante la Edad Media. Llamábase el apuesto mancebo Rojin Rojal, era de carácter bondadoso, pero triste, y, habiendo nacido orillas de la hermosísima Ria de Arosa, más de una vez le halló Teresa mirando hacia el Sur y cantando con dulce y plañidero acento, dulces versos de amor.
Rudo y áspero, Nuño con pocos se mostraba amable; pero al ver la fidelidad con que Rojin Rojal cumplía, y aun advirtiendo en él cierta condición de carácter superior á la de todos los demás pajes, tenia en él grandísima confianza. Con todo , no faltaron dentro del castillo malas almas que le pusiesen al corriente de lo que entre las de Teresa y Rojin Rojal pasaba y el noble mandó despeñar á Rojin Rojal desde las almenas de la torre de Ia Torre de Homenaje.
Quiso Dios llegase a tiempo un mandado de Don Lope Osorio, ilustre y antiquísima familia de Galicia, pidiendo para su hijo Don Enrique la mano de Teresa. Al punto llamó Nuño a su hija, y viendo que, al decirla cuanto pasaba, desfallecía la doncella, con los ojos nublados de lágrimas: « ¡Elige, » exclamó; « Rojin Rojal está ya aprisionado de orden mía. O su vida, o tu mano para Don Enrique Osorio! »
Teresa cedió temblando; y sin osar decir palabra en defensa del mísero paje, vio llegar al prometido esposo, joven y apuesto, en verdad; pero no tan hermoso como Rojin Rojal. Nada de esto importaba á la noble doncella, para quien no había más voluntad que la de su padre.
Llegó el día de la boda, y al salir de la capilla, de la mano de su esposo el noble Don Enrique Osorio, halló que entre los pajes, formaba vestido de gala, como sus compañeros, Rojin Rojal
Don Enrique había pedido al señor de Andrade, que, en celebración de sus bodas, quedasen libres cuantos se hallaran aprisionados en los calabozos del castillo.
Don Nuño habló aparte á su hija después de la santa ceremonia, y aunque sabía cuan grande era la virtud de Teresa, no dejó de advertirla que olvidase ya todo sueño de la infancia. « Bien sé, > añadió; « que una tan noble dama como Doña Teresa de Andrade no había de poner los ojos en un pajecillo cualquiera. Pero si Rojin Rojal da la menor muestra de acordarse de lo pasado, saldrá al punto del castillo. »
Teresa era una verdadera dama, y fué desde aquel momento cristiana esposa de Don Enrique Osorio. ¿Olvidó, por ventura, el amor que á Rojin Rojal habia tenido? ¡Quién lo sabe! Pero es lo cierto que nadie pudo advertir en ella la menor muestra de confianza o cariño al desventurado paje.
En cambio, éste, joven, inocente, olvidado, á lo que imaginaba, de la hermosa y altiva Teresa, fué cada dia mostrándose más taciturno. El señor de Andrade llegó a oir lo que de la tristeza de Rojin Rojal se decía, y temiendo no fuese también a oidos de Don Enrique Osorio la más leve noticia de los pasados inocentes amores entre el paje y su hija Teresa, determinó, buscar un pretexto para que Rojin Rojal saliese del castillo. Un día, al pasar al lado del mísero mancebo; absorto éste en sus penas, siguió con los ojos clavados en las ventanas de la habitación de Teresa. Verle Don Nuño y darle cruelísima bofetada, fué todo á un tiempo. Ciego Rojin Rojal de generosa ira, buscaba su daga en la cintura, cuando se vio sujeto por dos hombres de armas que al de Andrade seguían.
Rojin Rojal, acusado de haber querido herir a su señor, fué en aquel punto echado para siempre del castillo; y le dijeron agradeciese el no pagar con la vida su loco atrevimiento, a la bondad de Don Nuño; pero, que si llegaba á parecer por las inmediaciones de Andrade, tuviese por segura la muerte
Rojin Rojal desapareció. Un año después, un horrendo jabalí aterrorizaba la comarca, matando todos los días a algún desventurado campesino. Don Enrique Osorio determinó ir á la cabeza de una gran batida que había de acabar con la fiera; y viendo que Doña Teresa, aunque sumisa y apacible, más bien mostraba continua tristeza que otra cosa, determinó llevarla á sitio seguro, para que desde él viese cuanto los cazadores hacían.
Inmediato al sitio por donde el Lambre desagua en la Ría de Ares, cruza su raudal un puente, que aun se llama del Porco. Allí quiso Doña Teresa ponerse, porque en las inmediatas alturas estaba, según decían, el jabalí, y desde abajo podía verse buena parte de la batida. A su lado quiso permanecer Don Enrique. La batida, que había comenzado por el valle del Bajoy, fué corriéndose al del Lambre, donde ambos esposos se hallaban. Oíase, en efecto, la bocina cada vez más cerca cuando, de pronto, saliendo del monte que llegaba a pocos pasos del puente, apareció el jabalí, de descomunal corpulencia, y con los colmillos ya ensangrentados.
Don Enrique tenia en la mano un venablo, y poniéndose delante de Teresa, arrojó á la fiera el arma, saltando al propio tiempo a las aguas del Lambre. El jabalí, herido, se detuvo un momento; pero más veloz y mortal que una saeta, cayó sobre la desventurada Teresa, despedazándola y huyendo luego, sin que fuera posible dar con él.
Pasaron días, y una mañana apareció la horrible fiera muerta en el puente del Porco, y en el mismo lugar donde había hecho pedazos á la hermosa Teresa de Andrade. Tenia el jabalí el corazón atravesado con una ancha y poderosa daga, en cuya empuñadura, que era de roble, se veían dos grandes R R de realce. ¡Así se vengo Rojin Rojal del jabalí.
Era paje de Nuño Freiré un joven de veinte de años, de blanco rostro, ojos azules y rubia cabellera que le llegaba hasta los hombros, en cuyo hermoso semblante y gallardísima apostura se advertía la sangre de aquellos normandos, reyes del mar, que más de una vez saquearon Galicia durante la Edad Media. Llamábase el apuesto mancebo Rojin Rojal, era de carácter bondadoso, pero triste, y, habiendo nacido orillas de la hermosísima Ria de Arosa, más de una vez le halló Teresa mirando hacia el Sur y cantando con dulce y plañidero acento, dulces versos de amor.
« ¿Tienes amores por la Ria de Arosa? » le preguntó un día Teresa de Andrade. « No, señora, mi amor está más cerca. Para buscarle, no necesito ni aun bajar a Puentedeume »
Teresa y Rojin Rojal no hablaron más pero se amaron más que nunca desde aquel día. Rudo y áspero, Nuño con pocos se mostraba amable; pero al ver la fidelidad con que Rojin Rojal cumplía, y aun advirtiendo en él cierta condición de carácter superior á la de todos los demás pajes, tenia en él grandísima confianza. Con todo , no faltaron dentro del castillo malas almas que le pusiesen al corriente de lo que entre las de Teresa y Rojin Rojal pasaba y el noble mandó despeñar á Rojin Rojal desde las almenas de la torre de Ia Torre de Homenaje.
Quiso Dios llegase a tiempo un mandado de Don Lope Osorio, ilustre y antiquísima familia de Galicia, pidiendo para su hijo Don Enrique la mano de Teresa. Al punto llamó Nuño a su hija, y viendo que, al decirla cuanto pasaba, desfallecía la doncella, con los ojos nublados de lágrimas: « ¡Elige, » exclamó; « Rojin Rojal está ya aprisionado de orden mía. O su vida, o tu mano para Don Enrique Osorio! »
Teresa cedió temblando; y sin osar decir palabra en defensa del mísero paje, vio llegar al prometido esposo, joven y apuesto, en verdad; pero no tan hermoso como Rojin Rojal. Nada de esto importaba á la noble doncella, para quien no había más voluntad que la de su padre.
Llegó el día de la boda, y al salir de la capilla, de la mano de su esposo el noble Don Enrique Osorio, halló que entre los pajes, formaba vestido de gala, como sus compañeros, Rojin Rojal
Don Enrique había pedido al señor de Andrade, que, en celebración de sus bodas, quedasen libres cuantos se hallaran aprisionados en los calabozos del castillo.
Don Nuño habló aparte á su hija después de la santa ceremonia, y aunque sabía cuan grande era la virtud de Teresa, no dejó de advertirla que olvidase ya todo sueño de la infancia. « Bien sé, > añadió; « que una tan noble dama como Doña Teresa de Andrade no había de poner los ojos en un pajecillo cualquiera. Pero si Rojin Rojal da la menor muestra de acordarse de lo pasado, saldrá al punto del castillo. »
Teresa era una verdadera dama, y fué desde aquel momento cristiana esposa de Don Enrique Osorio. ¿Olvidó, por ventura, el amor que á Rojin Rojal habia tenido? ¡Quién lo sabe! Pero es lo cierto que nadie pudo advertir en ella la menor muestra de confianza o cariño al desventurado paje.
En cambio, éste, joven, inocente, olvidado, á lo que imaginaba, de la hermosa y altiva Teresa, fué cada dia mostrándose más taciturno. El señor de Andrade llegó a oir lo que de la tristeza de Rojin Rojal se decía, y temiendo no fuese también a oidos de Don Enrique Osorio la más leve noticia de los pasados inocentes amores entre el paje y su hija Teresa, determinó, buscar un pretexto para que Rojin Rojal saliese del castillo. Un día, al pasar al lado del mísero mancebo; absorto éste en sus penas, siguió con los ojos clavados en las ventanas de la habitación de Teresa. Verle Don Nuño y darle cruelísima bofetada, fué todo á un tiempo. Ciego Rojin Rojal de generosa ira, buscaba su daga en la cintura, cuando se vio sujeto por dos hombres de armas que al de Andrade seguían.
Rojin Rojal, acusado de haber querido herir a su señor, fué en aquel punto echado para siempre del castillo; y le dijeron agradeciese el no pagar con la vida su loco atrevimiento, a la bondad de Don Nuño; pero, que si llegaba á parecer por las inmediaciones de Andrade, tuviese por segura la muerte
Rojin Rojal desapareció. Un año después, un horrendo jabalí aterrorizaba la comarca, matando todos los días a algún desventurado campesino. Don Enrique Osorio determinó ir á la cabeza de una gran batida que había de acabar con la fiera; y viendo que Doña Teresa, aunque sumisa y apacible, más bien mostraba continua tristeza que otra cosa, determinó llevarla á sitio seguro, para que desde él viese cuanto los cazadores hacían.
Inmediato al sitio por donde el Lambre desagua en la Ría de Ares, cruza su raudal un puente, que aun se llama del Porco. Allí quiso Doña Teresa ponerse, porque en las inmediatas alturas estaba, según decían, el jabalí, y desde abajo podía verse buena parte de la batida. A su lado quiso permanecer Don Enrique. La batida, que había comenzado por el valle del Bajoy, fué corriéndose al del Lambre, donde ambos esposos se hallaban. Oíase, en efecto, la bocina cada vez más cerca cuando, de pronto, saliendo del monte que llegaba a pocos pasos del puente, apareció el jabalí, de descomunal corpulencia, y con los colmillos ya ensangrentados.
Don Enrique tenia en la mano un venablo, y poniéndose delante de Teresa, arrojó á la fiera el arma, saltando al propio tiempo a las aguas del Lambre. El jabalí, herido, se detuvo un momento; pero más veloz y mortal que una saeta, cayó sobre la desventurada Teresa, despedazándola y huyendo luego, sin que fuera posible dar con él.
Pasaron días, y una mañana apareció la horrible fiera muerta en el puente del Porco, y en el mismo lugar donde había hecho pedazos á la hermosa Teresa de Andrade. Tenia el jabalí el corazón atravesado con una ancha y poderosa daga, en cuya empuñadura, que era de roble, se veían dos grandes R R de realce. ¡Así se vengo Rojin Rojal del jabalí.
FERNANDO FULGOSIO (extracto)