Alfonso González Pintor nació en el pueblo minero de Barruelo de Santillán, en Palencia, en el seno de una familia republicana, anarquista, de izquierdas. Falleció en Madrid a los 72 años.
Cuando sus amigos del Café Gijón de Madrid le rindieron homenaje, en 2004, el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, su amigo, escribió para la placa que le entregaron, y que está donde él tenía su negocio en el café:"Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista".
A su padre lo mataron en la guerra, él estuvo a punto de ser uno de aquellos niños que fueron a Rusia, pero se quedó en España, y en Madrid pasó tiempos muy duros. Él decía que, para subsistir, tuvo que recoger colillas, y luego ya vendió tabaco en el Gijón.
Era un hombre de bien, su humor era, decía uno de sus grandes amigos, su compañero José Bárcena, camarero y escritor, el de un castizo que no se casaba con nadie. En su lugar -donde está la placa- vendía a diario, desde 1976, cerillas, tabaco, periódicos, lotería, pero, además, vendía lo que no cobraba: dinero. Muchas veces, esos amigos de siempre que se situaban a su derecha en la tertulia cotidiana del Gijón, le pedían dinero, para sus partidas, y para la partida de la vida; decía Manuel Vicent, que le tuvo mucha ley, que era el banco más seguro de Madrid, "el hombre que se lo sabía todo, el prestamista más legal". El pintor José Luis Fajardo lo dijo así: "Tenía tanto sentido del humor que te prestaba dinero a última hora de la noche". ¿De dónde sacaba el dinero que prestaba? De los ahorros, mayormente, y de su generosidad; ni recordaba cuánto, ni lo reclamaba. Tenía en la memoria de los demás una fe sin límites, y en el secreto una de las divisas de su vida.
Su manera de ser era, pues, la del confidente divertido; a su alrededor veía la vida, y la contaba a media voz, como si no se creyera ni lo grande ni lo pequeño. Su presencia confería continuidad a esa imagen que siguen teniendo del Café Gijón los que -como hicieron Francisco Umbral y tantos otros- vienen a Madrid por primera vez y tienen la ilusión de tocar en su puerta el umbral de las glorias literarias.
Dejó de trabajar al tiempo que el Gobierno prohibía, también en el Café Gijón, la venta de tabaco. Un cerillero que no podía vender tabaco. No tuvo que padecer la contradicción; sufrió un accidente de automóvil, tuvieron que operarle las costillas, se recuperó, pero le sobrevino luego una neumonía que resultó fatal. En las últimas semanas, sus compañeros vendían su mercancía, pero su puesto ya no lo podrá ocupar nadie, y deja un hueco sentimental muy hondo.
Cuando sus amigos del Café Gijón de Madrid le rindieron homenaje, en 2004, el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, su amigo, escribió para la placa que le entregaron, y que está donde él tenía su negocio en el café:"Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista".
A su padre lo mataron en la guerra, él estuvo a punto de ser uno de aquellos niños que fueron a Rusia, pero se quedó en España, y en Madrid pasó tiempos muy duros. Él decía que, para subsistir, tuvo que recoger colillas, y luego ya vendió tabaco en el Gijón.
Era un hombre de bien, su humor era, decía uno de sus grandes amigos, su compañero José Bárcena, camarero y escritor, el de un castizo que no se casaba con nadie. En su lugar -donde está la placa- vendía a diario, desde 1976, cerillas, tabaco, periódicos, lotería, pero, además, vendía lo que no cobraba: dinero. Muchas veces, esos amigos de siempre que se situaban a su derecha en la tertulia cotidiana del Gijón, le pedían dinero, para sus partidas, y para la partida de la vida; decía Manuel Vicent, que le tuvo mucha ley, que era el banco más seguro de Madrid, "el hombre que se lo sabía todo, el prestamista más legal". El pintor José Luis Fajardo lo dijo así: "Tenía tanto sentido del humor que te prestaba dinero a última hora de la noche". ¿De dónde sacaba el dinero que prestaba? De los ahorros, mayormente, y de su generosidad; ni recordaba cuánto, ni lo reclamaba. Tenía en la memoria de los demás una fe sin límites, y en el secreto una de las divisas de su vida.
Su manera de ser era, pues, la del confidente divertido; a su alrededor veía la vida, y la contaba a media voz, como si no se creyera ni lo grande ni lo pequeño. Su presencia confería continuidad a esa imagen que siguen teniendo del Café Gijón los que -como hicieron Francisco Umbral y tantos otros- vienen a Madrid por primera vez y tienen la ilusión de tocar en su puerta el umbral de las glorias literarias.
Dejó de trabajar al tiempo que el Gobierno prohibía, también en el Café Gijón, la venta de tabaco. Un cerillero que no podía vender tabaco. No tuvo que padecer la contradicción; sufrió un accidente de automóvil, tuvieron que operarle las costillas, se recuperó, pero le sobrevino luego una neumonía que resultó fatal. En las últimas semanas, sus compañeros vendían su mercancía, pero su puesto ya no lo podrá ocupar nadie, y deja un hueco sentimental muy hondo.