El rey Alhamar de Granada era feliz. Contaba con numerosos y adictos guerreros y poseía tesoros inmensos. La magnificencia de su corte era difícil de igualar y el pueblo le adoraba por su sabiduría y su justicia. Para colmo, era dueño del corazón de Zoraya, esclava elevada por el amor al rango de sultana favorita, más bella que todas las maravillas de Granada.
Tenía Alhamar un amigo inseparable, al que quería con todo su corazón. Era el cristiano Julián, antiguo esclavo de su padre. Habían sido compañeros de la infancia, y cuando Alhamar subió al trono le otorgó la libertad. Julián le correspondió con una adhesión inquebrantable, conservando su virtud y su valor y arriesgando su vida por su señor en varias ocasiones.
Un día la fatalidad guió a Julián a los jardines de la favorita. Ante sus asombrados ojos se ofreció la bella imagen de Zoraya, recostada lánguidamente entre las flores. El joven cristiano se quedó paralizado, como herido por un rayo; una emoción nueva y desconocida le inundó. Zoraya, que yacía en la dulce inconsciencia que sigue al sueño, hablaba en voz alta, lamentándose del amor que se había adueñado de ella. Había visto a Julián hacía algún tiempo y había comprendido que ya no podía amar a Alhamar. Desde entonces se sentía la mujer más desventurada, suspirando por quien nunca conocería su amor. Cuando Julián escuchó estas palabras, se presentó ante ella enajenado y, cayendo a sus pies, se declaró su más rendido servidor.
Desde aquel día el cristiano y la mora se vieron con frecuencia. Compraron, a altísimo precio, la fidelidad de algunos guardianes del harén y se entregaron a su amor, olvidando al hombre a quien ambos debían tanta gratitud.
Un día Zoraya advirtió la tristeza que reflejaban los ojos de Alhamar, y, temiendo que sospechase la verdad, propuso a su amante la huida para evitar la venganza. Pero el recuerdo de la noble imagen del rey de Granada fue cobrando fuerza en sus mentes y el remordimiento en sus corazones. Y entonces, Julián, atormentado por el pensamiento de su propia indignidad, y creyendo no poder soportar más la presencia de su bienhechor, intentó clavarse la daga en el pecho; pero las lágrimas y las súplicas de Zoraya le hicieron desistir de su propósito.
A medida que pasaba el tiempo, la tristeza de Alhamar se hacía cada vez más profunda. Regresó triunfante de una expedición guerrera; pero su aspecto seguía siendo más el de un hombre apesadumbrado que el de un caudillo victorioso. Zoraya se sentía inquieta por la pena secreta de su real esposo, y un día se aventuró a preguntarle la causa. Y Alhamar le contestó:
-Si tu conciencia no te lo dice, no te impacientes; ya lo sabrás.
Zoraya interpretó esta respuesta como una amenaza y comunicó sus temores a Julián. Temiendo éste por la vida de ella y enloquecido por el amor, pensó que matar a Alhamar era el único medio de salvar a su amada.
Alhamar dormía en su estancia, vigilado por un esclavo nubio. Era amado por sus vasallos y no precisaba guardias que protegiesen su persona. Julián se dirigió a la cámara de su señor, y el esclavo, sabiendo que el cristiano podía entrar en ella a cualquier hora, se retiró respetuosamente. Julián dio algunos pasos con la daga en alto y contempló por unos momentos el rostro apacible, magnánimo, sombreado de tristeza, de su bienhechor. En aquel momento comprendió lo monstruoso de la acción que iba a cometer, y, estremecido de horror y gritando como un loco, se hundió la daga en el pecho. Alhamar se despertó en el momento mismo en que el cuerpo de su amigo caía a sus pies cubierto de sangre.
La herida de Julián era grave, pero no mortal. Fue atendido y curado por los médicos más famosos, y, cuando recobró sus fuerzas, solicitó hablar a solas con el monarca. Confesó su crimen y pidió que se le entregase al verdugo, pues no podría sufrir el remordimiento ni la vergüenza. Alhamar escuchó en silencio la confesión de Julián, y cuando éste hubo terminado, exclamó:«Quiero que vivas. Dejaré vivir a Zoraya también, y, viviendo ella, tú no querrás morir».
El magnánimo rey acompañó su perdón con un bello rasgo, que quedó como recuerdo imborrable en muchas generaciones. Mientras Julián curaba de su herida mandó construir un palacio, que ofreció a los dos enamorados como recuerdo de lo mucho que los había amado, y les impuso como única condición que nunca jamás volvieran a Granada.
Alhamar soportó dignamente el quebranto de su felicidad; pero en su mirada permaneció ya siempre la sombra de tristeza que la había empañado.
(Vicente García de Diego)
Tenía Alhamar un amigo inseparable, al que quería con todo su corazón. Era el cristiano Julián, antiguo esclavo de su padre. Habían sido compañeros de la infancia, y cuando Alhamar subió al trono le otorgó la libertad. Julián le correspondió con una adhesión inquebrantable, conservando su virtud y su valor y arriesgando su vida por su señor en varias ocasiones.
Un día la fatalidad guió a Julián a los jardines de la favorita. Ante sus asombrados ojos se ofreció la bella imagen de Zoraya, recostada lánguidamente entre las flores. El joven cristiano se quedó paralizado, como herido por un rayo; una emoción nueva y desconocida le inundó. Zoraya, que yacía en la dulce inconsciencia que sigue al sueño, hablaba en voz alta, lamentándose del amor que se había adueñado de ella. Había visto a Julián hacía algún tiempo y había comprendido que ya no podía amar a Alhamar. Desde entonces se sentía la mujer más desventurada, suspirando por quien nunca conocería su amor. Cuando Julián escuchó estas palabras, se presentó ante ella enajenado y, cayendo a sus pies, se declaró su más rendido servidor.
Desde aquel día el cristiano y la mora se vieron con frecuencia. Compraron, a altísimo precio, la fidelidad de algunos guardianes del harén y se entregaron a su amor, olvidando al hombre a quien ambos debían tanta gratitud.
Un día Zoraya advirtió la tristeza que reflejaban los ojos de Alhamar, y, temiendo que sospechase la verdad, propuso a su amante la huida para evitar la venganza. Pero el recuerdo de la noble imagen del rey de Granada fue cobrando fuerza en sus mentes y el remordimiento en sus corazones. Y entonces, Julián, atormentado por el pensamiento de su propia indignidad, y creyendo no poder soportar más la presencia de su bienhechor, intentó clavarse la daga en el pecho; pero las lágrimas y las súplicas de Zoraya le hicieron desistir de su propósito.
A medida que pasaba el tiempo, la tristeza de Alhamar se hacía cada vez más profunda. Regresó triunfante de una expedición guerrera; pero su aspecto seguía siendo más el de un hombre apesadumbrado que el de un caudillo victorioso. Zoraya se sentía inquieta por la pena secreta de su real esposo, y un día se aventuró a preguntarle la causa. Y Alhamar le contestó:
-Si tu conciencia no te lo dice, no te impacientes; ya lo sabrás.
Zoraya interpretó esta respuesta como una amenaza y comunicó sus temores a Julián. Temiendo éste por la vida de ella y enloquecido por el amor, pensó que matar a Alhamar era el único medio de salvar a su amada.
Alhamar dormía en su estancia, vigilado por un esclavo nubio. Era amado por sus vasallos y no precisaba guardias que protegiesen su persona. Julián se dirigió a la cámara de su señor, y el esclavo, sabiendo que el cristiano podía entrar en ella a cualquier hora, se retiró respetuosamente. Julián dio algunos pasos con la daga en alto y contempló por unos momentos el rostro apacible, magnánimo, sombreado de tristeza, de su bienhechor. En aquel momento comprendió lo monstruoso de la acción que iba a cometer, y, estremecido de horror y gritando como un loco, se hundió la daga en el pecho. Alhamar se despertó en el momento mismo en que el cuerpo de su amigo caía a sus pies cubierto de sangre.
La herida de Julián era grave, pero no mortal. Fue atendido y curado por los médicos más famosos, y, cuando recobró sus fuerzas, solicitó hablar a solas con el monarca. Confesó su crimen y pidió que se le entregase al verdugo, pues no podría sufrir el remordimiento ni la vergüenza. Alhamar escuchó en silencio la confesión de Julián, y cuando éste hubo terminado, exclamó:«Quiero que vivas. Dejaré vivir a Zoraya también, y, viviendo ella, tú no querrás morir».
El magnánimo rey acompañó su perdón con un bello rasgo, que quedó como recuerdo imborrable en muchas generaciones. Mientras Julián curaba de su herida mandó construir un palacio, que ofreció a los dos enamorados como recuerdo de lo mucho que los había amado, y les impuso como única condición que nunca jamás volvieran a Granada.
Alhamar soportó dignamente el quebranto de su felicidad; pero en su mirada permaneció ya siempre la sombra de tristeza que la había empañado.
(Vicente García de Diego)