Un asesinato en la capital de España se convirtió en la comidilla de Madrid el año 1776. Más que la muerte en sí, lo que sorprendió a propios y extraños fue quién cometió el crimen.
Es verano en el Madrid de 1776. Un vecino del centro de la capital, un guarda para más señas, decide dar un paseo con su esposa e hija después de la cena. Pero algo trastoca la tranquilidad de familia. La noche estival resulta muy agradable, hasta que se detienen en la popular calle las Beatas. A lo lejos contemplan un bulto informe. Se acercan. Un hombre está tendido en el suelo, cubierto de sangre.
Al rato, los médicos trasladados al lugar dictaminaron que el individuo había fallecido tras una certera puñalada en el mismo corazón. Algunos vecinos identificaron el cadáver. El hombre vivía en la zona. Se llamaba Diego y era un humilde hortelano, para nada escandaloso, casado, con dos hijos muy pequeños, y con fama, aparentemente bien merecida, de absoluta honradez. No parecía que la muerte se debiera a un ajuste de cuentas o a enfrentamientos del "hampa" capitalina. Las investigaciones comenzaron entre los vecinos. Pero poco sabían. Así que el alcalde mayor, responsable de la investigación, decidió seguir la única evidencia existente: el reguero de sangre que partía del cadáver. La sangre trasladó a los investigadores hasta una de las iglesias más importantes del Madrid de la época, la Parroquial de San Sebastián. No era extraño. Por aquel entonces era habitual que los criminales se acogieran la protección eclesiástica, y escondiesen sus asesinatos en la intimidad de una iglesia. El alcalde mayor logró acceder al templo, y después de muchas trabas por parte de sus inquilinos, descubrió con la ayuda de testigos de dentro quién había entrado, raudo y ensangrentado a la parroquia. Sorprendentemente, se traba de un sacerdote. Y estaba escondido en el coro de la iglesia. Sin apenas resistencia fue detenido y encerrado en la cárcel real.
Al día siguiente de la detención, todo se aclaró. La viuda del asesinado, embarazada, superó el estado de ansiedad que la muerte de su marido le había provocado y pudo dar testimonio de lo que sabía. Su opinión era que el cura detenido había sido el asesino, pues se la tenía jurada a su esposo desde hacía unos cuantos días. Ocurrió que el sacerdote tenía una amante, de nombre Manuela, vecina del desdichado matrimonio. Y cierta noche, apenas dos semanas antes del luctuoso suceso, generando la pareja un bullicio extremo con gritos y serenatas, el finado les reprendió con unas palabras que hirieron hondamente al sacerdote, que juró venganza: "¡Qué buen cura! ¡Y mañana irá a celebrar! ", gritó el fallecido. Y el cura se guardó para sí estas palabras... Y las vengó a cuchilladas.
Fue la primera vez que la justicia civil actuó antes que la eclesiástica, y le condenó a muerte. Aquello despertó un gran escándalo en la capital, ya que, hasta entonces, en los muchos casos semejantes a este, para salvar el buen nombre de la todopoderosa Iglesia, se había decidido ocultar los crímenes, esconder al culpable y esperar un tiempo hasta que fuese olvidado. Sin embargo, grande era el poder eclesiástico, y enorme su influencia. Finalmente el rey Carlos III decidió intervenir y el clérigo homicida no sería condenado a morir. Con la Iglesia habían topado.
(Historia de Iberia Vieja)
Es verano en el Madrid de 1776. Un vecino del centro de la capital, un guarda para más señas, decide dar un paseo con su esposa e hija después de la cena. Pero algo trastoca la tranquilidad de familia. La noche estival resulta muy agradable, hasta que se detienen en la popular calle las Beatas. A lo lejos contemplan un bulto informe. Se acercan. Un hombre está tendido en el suelo, cubierto de sangre.
Al rato, los médicos trasladados al lugar dictaminaron que el individuo había fallecido tras una certera puñalada en el mismo corazón. Algunos vecinos identificaron el cadáver. El hombre vivía en la zona. Se llamaba Diego y era un humilde hortelano, para nada escandaloso, casado, con dos hijos muy pequeños, y con fama, aparentemente bien merecida, de absoluta honradez. No parecía que la muerte se debiera a un ajuste de cuentas o a enfrentamientos del "hampa" capitalina. Las investigaciones comenzaron entre los vecinos. Pero poco sabían. Así que el alcalde mayor, responsable de la investigación, decidió seguir la única evidencia existente: el reguero de sangre que partía del cadáver. La sangre trasladó a los investigadores hasta una de las iglesias más importantes del Madrid de la época, la Parroquial de San Sebastián. No era extraño. Por aquel entonces era habitual que los criminales se acogieran la protección eclesiástica, y escondiesen sus asesinatos en la intimidad de una iglesia. El alcalde mayor logró acceder al templo, y después de muchas trabas por parte de sus inquilinos, descubrió con la ayuda de testigos de dentro quién había entrado, raudo y ensangrentado a la parroquia. Sorprendentemente, se traba de un sacerdote. Y estaba escondido en el coro de la iglesia. Sin apenas resistencia fue detenido y encerrado en la cárcel real.
Al día siguiente de la detención, todo se aclaró. La viuda del asesinado, embarazada, superó el estado de ansiedad que la muerte de su marido le había provocado y pudo dar testimonio de lo que sabía. Su opinión era que el cura detenido había sido el asesino, pues se la tenía jurada a su esposo desde hacía unos cuantos días. Ocurrió que el sacerdote tenía una amante, de nombre Manuela, vecina del desdichado matrimonio. Y cierta noche, apenas dos semanas antes del luctuoso suceso, generando la pareja un bullicio extremo con gritos y serenatas, el finado les reprendió con unas palabras que hirieron hondamente al sacerdote, que juró venganza: "¡Qué buen cura! ¡Y mañana irá a celebrar! ", gritó el fallecido. Y el cura se guardó para sí estas palabras... Y las vengó a cuchilladas.
Fue la primera vez que la justicia civil actuó antes que la eclesiástica, y le condenó a muerte. Aquello despertó un gran escándalo en la capital, ya que, hasta entonces, en los muchos casos semejantes a este, para salvar el buen nombre de la todopoderosa Iglesia, se había decidido ocultar los crímenes, esconder al culpable y esperar un tiempo hasta que fuese olvidado. Sin embargo, grande era el poder eclesiástico, y enorme su influencia. Finalmente el rey Carlos III decidió intervenir y el clérigo homicida no sería condenado a morir. Con la Iglesia habían topado.
(Historia de Iberia Vieja)