Carlos III hubiera sido relativamente feliz de no haberle preocupado tanto las crecientes muestras de imbecilidad que daba su hijo y heredero. Por ejemplo, en una tertulia cortesana en la que se conversaba sobre esposas adúlteras, el príncipe, futuro Carlos IV, dejó caer:
-Nosotros los reyes, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
-¿Por qué? -quiso saber su augusto y algo amoscado padre.
-Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a ningún hombre de categoría superior con quien engañarnos.Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y murmuró con tristeza: -iQué tonto eres, hijo mío, qué tonto!: ¡Las reinas también pueden ser putas!Este era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos vacunos y enorme nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por las cocheras y cocinas de palacio, donde se sentía más cómodo que en los salones, y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que en tertulias y consejos de ilustrados.
-Nosotros los reyes, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
-¿Por qué? -quiso saber su augusto y algo amoscado padre.
-Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a ningún hombre de categoría superior con quien engañarnos.Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y murmuró con tristeza: -iQué tonto eres, hijo mío, qué tonto!: ¡Las reinas también pueden ser putas!Este era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos vacunos y enorme nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por las cocheras y cocinas de palacio, donde se sentía más cómodo que en los salones, y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que en tertulias y consejos de ilustrados.