Treinta candados correspondientes a treinta monarcas sucesivos habían puesto los reyes godos al palacio del tesoro de Toledo — erigido por el propio Hércules en persona — cuando subió al trono don Rodrigo.
Tal y como ordenaba la tradición, para prevenir cualquier posible desgracia, la ciudad esperaba que cumpliese la ley y se limitase a añadir un nuevo candado. Sin embargo, el rey se negó a respetarla y, embriagado de curiosidad, decidió penetrar en el misterioso palacio para conocer aquello que ocultaba. Todos se alarmaron. Nobles, consejeros, obispos, sacerdotes y vasallos, temerosos de que violara la antigua prohibición, quisieron disuadirlo: «Rey Rodrigo, mil maldiciones nos aguardan si hacéis vuestra voluntad.»
El monarca, sordo ante sus súplicas, exigió que le fueran entregadas las llaves de todos los cerrojos. Ante la negativa de sus custodios, que consideraban más fuerte el poder de la ley que el deseo del rey, ordenó romperlos. Él mismo descerrajó el candado que había puesto el fundador Hércules y se adentró en el palacio junto a sus hombres más temerarios. La primera sorpresa les sobrevino cuando descubrieron que el palacio, circular por fuera, era cuadrado por dentro y tenía cuatro habitaciones: una blanca, otra negra, una tercera verde y la última roja, de la misma tonalidad que la sangre. En el centro de la habitación verde hallaron una arca labrada, con un complicado candado de oro y una ambigua leyenda escrita en griego en la tapa: «El rey en cuyo tiempo se abra esta arquilla puede ser que no vea maravillas antes de su muerte.»
Don Rodrigo forzó el arca con un tajo de su espada, pero en su interior tan sólo encontró un antiguo pergamino enrollado que representaba unas extrañas figuras vestidas como los árabes y montadas a caballo con armas y estandartes, a cuyo pie se leía: «Cuando este paño sea extendido y aparezcan estas figuras, hombres que andarán así vestidos conquistarán España y serán de ella señores.»
El imprudente monarca quedó muy preocupado por los augurios que describía el pergamino y prohibió a todos sus acompañantes que comentaran nada de lo que habían visto en aquel lugar. Por fin, cuando salían al exterior, una enorme águila con un tizón encendido en el pico voló por encima de sus cabezas. Al soltarlo, provocó un gran incendio que destruyó el palacio por completo.
Y así se cumplió lo que estaba escrito. Los restos fueron tragados por una sima y desde ese mismo día todas las desgracias se abatieron sobre el reino.
("Ciudades y Leyendas" de Manuel Lucena Giraldo)
Tal y como ordenaba la tradición, para prevenir cualquier posible desgracia, la ciudad esperaba que cumpliese la ley y se limitase a añadir un nuevo candado. Sin embargo, el rey se negó a respetarla y, embriagado de curiosidad, decidió penetrar en el misterioso palacio para conocer aquello que ocultaba. Todos se alarmaron. Nobles, consejeros, obispos, sacerdotes y vasallos, temerosos de que violara la antigua prohibición, quisieron disuadirlo: «Rey Rodrigo, mil maldiciones nos aguardan si hacéis vuestra voluntad.»
El monarca, sordo ante sus súplicas, exigió que le fueran entregadas las llaves de todos los cerrojos. Ante la negativa de sus custodios, que consideraban más fuerte el poder de la ley que el deseo del rey, ordenó romperlos. Él mismo descerrajó el candado que había puesto el fundador Hércules y se adentró en el palacio junto a sus hombres más temerarios. La primera sorpresa les sobrevino cuando descubrieron que el palacio, circular por fuera, era cuadrado por dentro y tenía cuatro habitaciones: una blanca, otra negra, una tercera verde y la última roja, de la misma tonalidad que la sangre. En el centro de la habitación verde hallaron una arca labrada, con un complicado candado de oro y una ambigua leyenda escrita en griego en la tapa: «El rey en cuyo tiempo se abra esta arquilla puede ser que no vea maravillas antes de su muerte.»
Don Rodrigo forzó el arca con un tajo de su espada, pero en su interior tan sólo encontró un antiguo pergamino enrollado que representaba unas extrañas figuras vestidas como los árabes y montadas a caballo con armas y estandartes, a cuyo pie se leía: «Cuando este paño sea extendido y aparezcan estas figuras, hombres que andarán así vestidos conquistarán España y serán de ella señores.»
El imprudente monarca quedó muy preocupado por los augurios que describía el pergamino y prohibió a todos sus acompañantes que comentaran nada de lo que habían visto en aquel lugar. Por fin, cuando salían al exterior, una enorme águila con un tizón encendido en el pico voló por encima de sus cabezas. Al soltarlo, provocó un gran incendio que destruyó el palacio por completo.
Y así se cumplió lo que estaba escrito. Los restos fueron tragados por una sima y desde ese mismo día todas las desgracias se abatieron sobre el reino.
("Ciudades y Leyendas" de Manuel Lucena Giraldo)